Costas extrañas

Para ser escritor hay que sufrir

J. D. Torres Duarte
21 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.

Ya se sabe: para ser escritor hay que sufrir. Sin sufrimiento, la vida de un escritor es insufrible.

Su deber esencial es obedecer a la máxima de Egon Schiele: “un artista debe sacrificarse y llevar una vida semejante a la de los mártires”. Para Schiele, el artista es una suerte de médium, una vena que comunica con una dimensión desconocida y algo salvaje, y por lo tanto, como Jesús o como Pedro, entrega su único patrimonio, un alma pobre y humilde, para redimir a la humanidad entera. Se carga una cruz como se hace una obra: con sangre y sudor.

Nada combina menos con la literatura que la felicidad, el entusiasmo y la excitación. ¿Acaso se ha olvidado el anecdotario de Poe y su muerte apurada por el alcohol? ¿Acaso nadie recuerda al Dostoievski que se desvivía por apostar? ¿Y la vida y el final de Alejandra Pizarnik? ¿Y los poetas malditos franceses? Hay que hundirse. 

La carga del sufrimiento debe ser tan potente que, al fin y al cabo, interesa poco si su obra tiene peso o si sus capacidades se anulan: cuenta, sobre todas las cosas, que su vida sea un recuento incesante de aventuras grises en donde él, el escritor gris, termina siempre en un laberinto gris, cuya única salida gris está sellada con un candado gris. Está perdido. Y en su desorientación es ambivalente: odia el extravío; lo ama porque justifica sus desvaríos. Sólo interesa llevar una vida desgraciada, no las capacidades para descifrarla.

Si el escritor tiene trazado un camino, resulta por completo incoherente. Parte de su sufrimiento consiste en ignorar a dónde va, cómo y bajo qué términos. Es evidente que las mejores obras son producto del azar, nunca de la práctica juiciosa, frecuente y rigurosa. Las obras caen del cielo como la lluvia o surgen de golpe como una bombilla que se enciende o se escriben de un solo trazo en una única copia. Que surjan de ese modo contribuye, por supuesto, a convertir al escritor en un ser mítico. Todo mártir es tocado por el milagro. 

Como su destino está determinado y como tiene un don divino, que no requiere entrenamiento, el escritor sufriente ejecutará sus obras con espontaneidad, como un pájaro que vuela sin esfuerzos: es absurdo sostener que el estudio de la tradición literaria es necesario. O la autocrítica. O la edición certera. ¿Quién se atrevería a trastocar las palabras de un profeta? 

Algunos buscan detener al escritor doliente con el argumento de que, aunque el sufrimiento es ineludible, una creación artística que lo explore puede igual ser una aventura de la inteligencia y del humor. La solemnidad, sin embargo, es el principio fundamental: nadie acude a una misa funeraria con pantalón de colores.   

Su sufrimiento supone, además, una carencia general. Un escritor debe ser pobre de alma, cuerpo y bolsillo. Si tiene sexo, la impotencia le vendrá bien; si consigue asegurar tres comidas diarias, sostendrá sin duda una culpa insoportable; andará en harapos, con uñas de gato abandonado y con una barba en hilillos que acentúe (y acompañe, de ser posible) la boina raída calada con descuido. Es necesario sufrir por dentro, pero también forjar una imagen que permita que el mundo dé cuenta de ello. A eso llaman forma y fondo.

Su existencia de eremita, sin embargo, tiene un límite: será un maestro del vicio. Sin el conocimiento del exceso, la iluminación es imperfecta. Si toma alcohol, deberá ceder ante sus efectos más nocivos. Si fuma, deberá oler a humareda de guerra. Un escritor doliente atiende el consejo de Bukowski (o de otro más, no recuerdo y no importa): escribe en borrachera, edita en resaca.

Su continua embriaguez (me refiero a la embriaguez del alma, por supuesto) le permitirá vivir en carne propia los estragos que después pasará al papel. Su sufrimiento es el único camino para la comprensión. La empatía y la observación no tienen utilidad.

Además, para respetar el dictado de su destino, tendrá que rehuir a los placeres permanentes. Por ejemplo, se verá condenado a escribir en un cuarto humedecido y desordenado, oliendo a trapero, a pesar de que en su cuenta bancaria haya suficiente dinero para habitar un espacio menos hostil. Sería aconsejable, incluso, que la única silla que posee para escribir chille bajo su peso, para otorgarle un aire de antigüedad, de buhardilla francesa. Es solo un consejo: es comprensible que lo desatienda porque una silla arruinada es un riesgo (el escritor podría tumbarse y desbaratarse el cuello o la espalda) y ningún escritor responsable debe tener a la mano un servicio de salud. O sí: uno incompetente.

Es natural que, a lo largo de un sufrimiento tan extendido, un escritor se pregunte si no habrá una redención o una recompensa. No, no existe. Pero, para ablandar su corazón, podrá imaginar de vez en cuando que sube por unas escalinatas tapizadas, vestido con esmoquin sueco, y recibe una medalla y un diploma ante un auditorio sumiso. “Después de ese momento”, se dirá, “todo habrá valido”.

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