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Costas extrañas

Para ser poético hay que ser ante todo preciso

J. D. Torres Duarte
30 de diciembre de 2020 - 03:00 a. m.

Todo escritor serio lee poesía. O prosa que contenga poesía, porque la poesía no viene sólo en versos. A veces ni siquiera viene en palabras: véanse, por ejemplo, los diseños arquitectónicos de Niemeyer o los retratos de Portinari. En todo caso, leer poesía auxilia a los escritores en la bondadosa búsqueda que también acomete el ebanista con sus gubias afiladas: conseguir una forma precisa para aquello que no la tiene.

Una forma precisa supone palabras precisas. Precisas y necesarias. Necesarias y únicas: si alguien las remueve, el edificio se derrumba.

Por ejemplo, este fragmento de El otoño del patriarca donde se habla de que los tripulantes de barco compran periódicos para enterarse de “a quién no habían invitado a una fiesta de cumpleaños, descifrando su destino según el rumbo de un nubarrón providencial que iba a desempedrarse sobre su país en una tormenta de apocalipsis que iba a desmadrar los ríos que iban a reventar los diques de las represas [...]”.

Los verbos desmadrar y reventar están tan bien puestos y cargan tanta sonoridad con sus erres desenrolladas, junto con rumbo y nubarrón y represas, que es posible escuchar la ruptura de esos diques y el alboroto de esas aguas. Pero el verbo más sorprendente es desempedrarse. No sólo funciona como una inteligente metáfora encubierta, pues compara el nubarrón con una piedra, sino que tiene el carácter fascinante de ser un afinado extranjero: parece un verbo ajeno a la realidad de ese nubarrón (¿quién carajos pensaría que una nube que llueve se desempiedra?) y, sin embargo, la atrapa con tanta precisión que no se necesita más para conocer su tamaño, su forma y su peso.

García Márquez describe El otoño del patriarca en esa reunión de diálogos con Plinio Apuleyo Mendoza que se titula El olor de la guayaba, como un poema. Dice que lo trabajó palabra por palabra, y quizás lo dice porque a veces parece extraordinario, aunque es el deber corriente de todo escritor, que se trabajen los libros palabra por palabra. Porque cada palabra arrastra evocaciones y ecos personales, porque desempedrar no tiene el mismo efecto que desarmarse, y porque una palabra puesta donde debe estar puesta puede definir la fortuna de un párrafo, que es toda la fortuna con que puede contar un escritor.

En las mismas regiones de la oración anterior se encuentra esta, en donde se habla de una reunión de “antiguos dictadores nostálgicos” y se describe a algunos así: “[...] y aun los más acorazados por la rémora del exilio malgastaban las esperanzas atisbando a los buques de su tierra en el horizonte [...]”. El acorazados que, por evocar a un buque acorazado en medio de una reunión de viejos dictadores del Caribe, tiene un color de burla; aquella rémora del exilio que ralentiza la oración como la misma rémora retrasa los deseos; aquella paradoja de malgastaban las esperanzas (¿en qué se pueden invertir bien las esperanzas?), y la precisión del verbo atisbar al final para recordar sin más que aquello que se ve está lejos: todo contribuye al peso y al vuelo de esa frase.

Su precisión metódica es la misma que la de la poesía escrita en versos, como la de Antonio Machado en “Retrato”, el poema que abre Campos de Castilla. Aquí la precisión está ceñida sobre todo por la métrica: Machado escribe en cuartetas de versos alejandrinos (cada verso tiene catorce sílabas) donde el primer verso rima con el tercero y el segundo con el cuarto, y en cuya composición hay que domar al mismo tiempo, como un mesero atareado pero hábil, las exigencias metafísicas de la elevación poética y las más terrenales de la sonoridad y las cuentas silábicas.

Eso quiere decir que Machado no sólo escoge una palabra porque sea precisa, sino porque se ajusta al cómputo de la métrica. Esa palabra, aparte de única, es esencial. En su segunda estrofa escribe: “Ni un seductor Maraña, ni un Bradomín he sido / —ya conocéis mi torpe aliño indumentario—”. Si se reemplazara torpe en el segundo verso por cualquier sinónimo de dos sílabas (si existe el animal mítico del sinónimo), el verso se vuelve añicos porque se necesita además que termine en vocal para que se una a la vocal inicial de aliño y formen una sola sílaba y no dos y no arramblen con la suma total. Eso quiere decir que tampoco aliño ni indumentario deberían modificarse. Es una línea precisa, con una música interna imposible de cambiar sin herir su sentido ni arruinar sus entrañas.

Quizás alguno piense que, aunque son precisas y necesarias, las palabras aliño e indumentario pertenecen a una lengua elevada: ¿no se diría lo mismo y se ahorraría espacio si se escribe, con simpleza y llanura, vestido? ¿Las palabras más comunes no sirven para los propósitos poéticos?

Primero, escribir con economía y eficacia no significa que sólo se pueda recurrir a palabras de la lengua hablada (en Logoi Fernando Vallejo incluso prueba que la lengua literaria recurre a palabras que jamás se cruzarían en una conversación entre camaradas). Ser económico y eficaz es, al contrario, buscar las palabras que esa oración necesita para llegar a buen puerto donde sea que estén y sea cual sea su registro. Segundo, las palabras comunes sí le sirven a la poesía, y Machado lo prueba en su penúltima cuarteta. Allí escribe:

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Ninguna de sus palabras rompe el registro más común: el traje cubre, el pan alimenta, al trabajo acude, en el lecho yace. ¿Entonces qué hace que esa cuarteta suene y se comporte con tanta fortuna? Cada pieza encaja en el lugar y en la forma en que debe encajar para que la rima se cumpla, el sentido florezca y la música ascienda. Es la armonía de todo rompecabezas cuando está armado: la imagen es tan completa que nadie sospecha que en algún punto se trató de una enclenque pila desmembrada de cartón reforzado.

CODA

Hablando de poesía, ¿leyeron este año a algún poeta, vivo o muerto u olvidado, que quisieran recomendar?

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Ramón(23861)30 de diciembre de 2020 - 03:54 p. m.
De la tierrita Valencia, de tierras exóticas Cavafis
Edisson(74972)30 de diciembre de 2020 - 03:09 p. m.
De antemano quiero desearle un feliz año nuevo, señor Torres, y agradecerle por compartir sus experiencias y conocimientos literarios. Esa inmensa minoría (perdone este ya lugar común) le estamos en deuda.
Edisson(74972)30 de diciembre de 2020 - 03:01 p. m.
Leí a una poetisa que usted recomendo: "Wislawa Szymborska". Antes había leído sus poemas, pero decidí enfrentarme -debido a su recomendación- a "Correo literario". Una experiencia agradable; dejo en este corto espacio la definición que ella hace de la poesía (tomada de Carl Sandburg): "La poesía es un diario escrito por un animal marino que vive en la tierra y que quiere volar por los aires"
Gustavo(69199)30 de diciembre de 2020 - 01:18 p. m.
Creo que aplica también para las canciones. Muchas letras infames, incantables y conceptualmente pobres, pululan en la música popular e incluso alguna que pasa de culta. Y cuando hablas de rimas y medida, me acuerdo de Borges rimando "espejo" con "reflejo", con una naturalidad tal, que uno se asombra ante la evidencia: el vínculo consustancial entre forma y fondo.
Pablo(mdai6)03 de enero de 2021 - 05:02 p. m.
Me ha gustado mucho el artículo. Afortunadamente tenemos poetas vivos y jóvenes a la altura de los más grandes de la historia. Este año he leído a Carlos Velado, Juan Marqués, Berta García Faet, Juan Gelman, Blanca Andreu, Julieta Valero, etc. Los tres primeros menores de 40 años y tan buenos como Hernández, Machado, Aleixandre...
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