Pedro Serrano o Robinson Crusoe

Héctor Abad Faciolince
08 de septiembre de 2019 - 00:00 a. m.

No hay nada mejor que toparse con un sabio. Hace dos semanas salía yo del hotel a comer solo durante la Feria del Libro de Bucaramanga y en la puerta me crucé con Jorge Orlando Melo, el historiador, que aunque no come de noche me dijo que me acompañaba. Quise saber qué hacía ahora, después de 13 años de jubilado como director de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Me contó que más que nada leía, escribía, cultivaba pasifloras y alimentaba un blog con documentos de primera mano sobre la historia de Colombia: “Relatos terribles y maravillosos de la Conquista: 1492-1542”.

Melo no tiene celular (ya les dije que es sabio), no está en grupos de WhatsApp y creo que su cuenta en Twitter se la maneja un ángel de la guarda. Tal vez por eso su memoria prodigiosa se deleita en estos relatos increíbles de hace cinco siglos. Le pregunté (para una amiga que investiga la mata de coca) si recordaba alusiones a esta planta durante la Conquista. Me dijo que ya Américo Vespucio hablaba en 1504 de unas hojas que los indios masticaban para quitarse la sed y el cansancio, pero que la mejor descripción de la planta y de sus usos la había hecho Antonio Julián, un botánico que vino al Nuevo Reino de Granada, observó que los indios la mascaban de día y de noche, y lanzó el vaticinio de que este país podría hacerse rico si en Europa, así como consumían té y café, empezaban a consumir coca, que era planta mejor y más medicinal que las dos anteriores.

Después le pregunté por otras cosas raras que hubiera encontrado y me habló del relato extraordinario de un tal Pedro Serrano, náufrago, que había sobrevivido ocho años en un cayo del archipiélago de San Andrés, y que la historia que este hombre dictó para enviarle al emperador Carlos V era probablemente una de las fuentes del Robinson Crusoe, la gran novela de Daniel Defoe. A ese relato fascinante no le faltaba ni siquiera un Viernes, pues los primeros años Serrano los pasó en compañía de un joven sobreviviente del mismo naufragio, que después se hizo una balsa, se fue en ella y desapareció para siempre.

Siempre me han fascinado las fuentes reales de las historias fantásticas, y Melo me anticipó que a ese primer relato de primera mano, copiado por un tal Maese Juan hacia 1540, le habían seguido otro, hecho por el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales de 1609, uno más por Antonio de Herrera en 1615, e incluso una novela corta mucho más reciente, del geógrafo Manuel Uribe Ángel, La Serrana, publicada en 1886.

Después de hablar con Melo yo no veía la hora de ponerme a leer esta historia del Robinson colombiano, pues hay dos leyendas de náufragos que me encantan: las de los que llegan a una isla desierta y las de los que nadan hasta una isla habitada solamente por mujeres (de una isla así hablan los diarios de Colón, origen del mito de las amazonas americanas).

Tanto la carta de Serrano como el más ordenado relato de Garcilaso de la Vega son fascinantes. En la primera, como en el Robinson Crusoe, Serrano vuelve a nadar hasta los restos del barco hundido para recuperar, buceando, clavos y pedernal para poder hacer fuego. Pero tal vez la parte mejor, y más colombiana que ninguna otra, es esa donde se cuenta que al cabo de los años llega otro náufrago a la misma isla, agarrado a una tabla. El recién llegado, primero, confunde a Serrano con el diablo, pues va medio desnudo, y el pelo y la barba le llegan hasta el suelo. Después, rezando ambos el Credo, se dan cuenta de que son cristianos y se abrazan. Pero al cabo de un año se pelean, arman rancho aparte, y ¡empiezan una guerra civil de dos, el uno contra el otro! Ahí van viendo de dónde venimos y por qué llegamos adonde hemos llegado.

Ya habían firmado un acuerdo de paz cuando los rescataron, pero el segundo se murió antes de llegar al Viejo Mundo. Y al primero Carlos V lo recompensó poniéndole el nombre de Serrana al islote donde sobrevivió, el cual todavía nos estamos disputando con Nicaragua.

 

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