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Pelotera y delito político

Humberto de la Calle
07 de noviembre de 2007 - 03:35 p. m.

Una cosa es que el gobierno exprese sus opiniones en contra de la subsistencia del delito político, y otra que pretenda estigmatizar a Carlos Gaviria porque Anncol reproduce un escrito suyo, enmarcado por cierto en la teoría clásica y poco novedosa sobre la materia. Lo primero es válido, lo segundo es criticable.

El recorrido histórico del delito político es una paradoja. En la época preconstitucional, cuando el soberano encarnaba la totalidad del poder, el delito político tenía el carácter de ofensa de lesa majestad y era quizás el más grave en la escala punitiva. Mucho más adelante se le dio cabida a la idea de que el delincuente político estaba guiado por motivos altruistas. Al darle preeminencia al motivo sobre la conducta objetiva, se institucionalizó la idea de que era un delito menos grave y que, además, subsumía aquellos otros delitos inherentes o conexos. La rebelión era una empresa armada por definición y, por tanto, debería incluir, por ejemplo, el homicidio en combate, el cual no se castigaba como conducta separada. Hoy, por el contrario, con el avance del estado de derecho y todo el elenco de garantías para la acción política disidente, la tendencia va hacia la remisión o eliminación del delito político, el cual se ha contaminado, por si algo faltara, con la noción de terrorismo.

El delito político está montado sobre bases contradictorias. Si el estado de derecho supone su superioridad moral sobre las formas autoritarias, no debería tener un tratamiento benévolo frente a aquellos que, valiéndose de su talante pluralista, quieren cambiar el estado de derecho por regímenes que constituyen la negación de las libertades y de los derechos humanos. Es como un caballo de Troya en el seno de la Constitución. Es una negación de la Constitución misma. No se trata, como equivocadamente lo dice Carlos Gaviria, de establecer la sacralización de la democracia, pero sí es imposible sostener que, al mismo tiempo, se puede ser defensor del estado de derecho y protector de quienes quieren acabar con su centro de gravedad: derechos humanos y libertad.

En el caso colombiano hay que distinguir el ser del deber ser. Me parecen plenamente válidas las ideas tendientes a eliminar el delito político por cuanto desde una perspectiva ética encarna una posición inaceptable. Nuestro problema, sin embargo, está en el fardo de violencias cruzadas y todavía vigentes que será muy difícil eliminar sin la posibilidad de darle sustento a una salida negociada. Es un problema de costo beneficio: cuánto sufre la sociedad si busca exclusivamente una salida punitiva frente a la opción de la negociación. Temporalmente hay que preservar el delito político u otro sistema de justicia alternativa que por cierto no se limite a perdonar a los delincuentes, sino que preserve los derechos de las víctimas, rama olvidada crónicamente en esta ordalía nacional. La implantación del estado de derecho es un proceso, no una fotografía instantánea.

En cambio, no estoy de acuerdo con la justificación del delito político esgrimida por Carlos Gaviria. Dice que hay que mantenerlo por cuanto en Colombia no hay una democracia perfecta. Esta posición significa la validación de la violencia como método de hacer política. En esto tiene razón Luis Carlos Restrepo, más allá de los aplausos de Anncol.

 

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