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Pena de muerte y poesía

Ricardo Bada
27 de noviembre de 2008 - 10:15 p. m.

El artista, que es lo más cercano que existe a lo que solemos llamar divinidad, se ha sentido desde siempre atraído hacia el tema de la pena de muerte.

Y no digamos por el suicidio, esa pena de muerte autoimpuesta. ¿Cómo olvidar el incontestable comienzo de El mito de Sísifo de Camus?: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio”,  se suele citar de memoria.

Pero volviendo a la pena de muerte, al asesinato legal, y quedándonos tan sólo en el ámbito de la lengua española, pondría tres ejemplos de un solo país. España, donde se aplicó inmisericorde hasta el 27 de septiembre de 1975: el general Franco firmó sus últimas sentencias asesinas menos de dos meses antes de que a él mismo lo ejecutase el destino.

Está el libro Estética y erotismo de la pena de muerte, de Rafael Cansinos Asséns, aquel escritor dizque tan admirado por Jorge Luis Borges, aunque yo creo que no pasa de ser un ejemplo sublime de mamagallismo. Y está el  volumen Los verdugos españoles, de Daniel Sueiro, quien consiguió ganar la confianza de los tres últimos del oficio que quedaban en activo y hacerles narrar sus experiencias. Y está, también, una película de Luis García Berlanga, El verdugo.

 Pero en estos días, lo que volví a leer fue un poema de Alden Nowlan. En sus versos se expresa la repulsa ante el crimen cometido en nombre del Estado de derecho.

Dice este poema, titulado La ejecución: “La noche de la ejecución / un hombre que estaba a la puerta / me confundió con el juez de instrucción. / ‘Prensa’, dije. / Pero no comprendió. Me condujo / a la habitación equivocada / en la que el sheriff me saludó: / ‘Llega tarde, Padre’ / ‘Se equivoca’, le dije, ‘Soy la prensa’ / ‘Sí, por supuesto, el Reverendo Laprensa’ / Descendimos unas escaleras. / ‘Ah, Mr. Ellis’, dijo el Suplente. / ‘¡Prensa!’, grité. Pero de un empujón me hizo pasar / a través de una cortina negra. / Las luces eran tan brillantes, / que no podía ver las caras / de los hombres que estaban sentados / enfrente de mí. Pero, gracias a Dios, pensé, / ¡me pueden ver! / ‘¡Miren!’, chillé. ‘¡Miren mi cara! / ¿Es que nadie me conoce?’ / Entonces una capucha me tapó la cabeza. / ‘No nos lo haga más difícil’, susurró el verdugo”.

Hasta aquí el poema del novoescocés Alden Nowlan, que murió en 1983, víctima del cáncer. ¿Debiera estar escrito a la entrada de todos los corredores de la muerte? No; debiera estar escrito en el corazón, para que así no hubiese corredores de la muerte.

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