Petrosky o la necesaria tarea de hacer oposición

Sergio Otálora Montenegro
02 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

El 26 de abril de 1990 fue asesinado Carlos Pizarro Lengómez y el 30 del mismo mes, pero en 1984, Rodrigo Lara Bonilla, ministro de justicia de la época, y dirigente del nuevo liberalismo. El exguerrillero y candidato presidencial andaba por los 42 abriles; el alto funcionario del gabinete del presidente Belisario Betancur, asesinado por orden de Pablo Escobar, tenía 37 años. Dos caras de una misma moneda: la cruda guerra contra cualquier forma de oposición.

Lara Bonilla era uno de los más aguerridos dirigentes del movimiento fundado por Luis Carlos Galán, una disidencia que buscó oxigenar al decrépito partido de los Turbay, los Lleras y los López agobiado por una corrupción sin tregua. Lara se trazó como objetivo denunciar la connivencia del narcotráfico con el sistema político bipartidista. Se quedó solo en su denuncia y su asesinato produjo el anuncio, por parte del primer mandatario, de la extradición inmediata de los narcotraficantes.

Los carteles de la droga arreciaron su táctica terrorista: a sangre y fuego buscaron frenar la extradición, se aliaron con sectores del estado, financiaron paramilitares, y la democracia colombiana se convirtió en un triste ritual de candidatos presidenciales asesinados, masacres en zonas de influencia de movimientos (como la Unión Patriotica), destrucción de un tejido social y de liderazgos que amenazaban la supervivencia de rancias hegemonías políticas regionales.

Han pasado ya tres décadas y las razones del exterminio o de la persecución son las mismas.  El escenario sigue igual o de golpe, peor, a pesar de las apariencias. Hacer oposición sigue siendo un delito no contemplado en el código penal, pero sí incrustado en el código de la cultura política de Colombia. Crear una alternativa de poder, distinta  a la ideología de las maquinarias clientelistas aliadas con sujetos y recursos de dudosa procedencia, y con sectores del Estado, es de mal gusto, un insulto a la convivencia. Y, por supuesto, una sentencia de muerte, como lo saben los familiares de los dirigentes populares y exguerrilleros de las FARC que han sido asesinados en esa guerra sucia que se recicla sin parar.

Un muestra más de esa mentalidad de ascendrada intolerancia, es la manera cómo algunos sectores intepretaron el anuncio de Gustavo Petro de que podría tener cáncer. De inmediato se activaron las alarmas y las voces de siempre salieron a decir que se escondía en Cuba, que se estaba inventando enfermedades para escapar quién sabe de qué, y que se confirmaba una vez más la estrecha alianza entre La Habana y el “comunismo” criollo. Porque para muchos el exalcalde de Bogotá y actual senador es Petrosky, una especie de heredero de Lenin que busca “tomarse” el poder e instaurar un sistema “como el de Cuba o Venezuela”.

Y en realidad lo que hace Petro como político y como ciudadano, a veces con histrionismo, a veces con cierta dosis de caudillismo y prepotencia, es ejercer su derecho a la oposición. Así de sencillo. Eso es algo que no debiera ser visto como un exabrupto. Está bien que critique a la alcaldesa Claudia López, que trate de ponerla contra las cuerdas por supuestamente privatizar la salud, está bien que el exburgomaestre defienda su gestión al mando del distrito, que convoque al paro y a que la gente se tome las calles de manera pacifica.

Petro está haciendo lo que trataron otros, pero que no los dejaron. Los eliminaron a balazos. En ese sentido, es un sobreviviente que a su manera busca que Colombia, por fin, de un salto a la modernidad. Porque ese es otro problema de la interpretación del discurso de quienes hacen oposición: las palabras caen en ese profundo vacío de prejuicios ideológicos. Y sus “enemigos” (sí, enemigos, porque todavía en el ejercicio de la política en Colombia no hay adversarios) oyen sólo lo que se imaginan: un Chávez sin botas ni charreteras, dispuesto a expropiar, sin ton ni son, desde el grupo Aval hasta la más humilde tienda de barrio. No entienden que la izquierda, de tanta lucha bañada en sangre, se curó de maximalismos. Que ya nadie busca instaurar el socialismo, ni siquiera el del siglo XXI.

Al final, Petrosky no tenía cáncer pero sí demostró que confía más en los médicos cubanos que en los colombianos como lo reveló en su blog Patricia Janiot. Algo que, por supuesto, no es una primicia, porque así como el senador de la Colombia Humana se va a la isla “de los Castro” a tratarse su problema de salud, hay otros -con grandes recursos económicos- que buscan curarse de cáncer (o por lo menos tener un diagnostico para ellos confiable) en Huston, Nueva York o Miami, y no en la Fundación Santa Fé o en el Instituto Nacional de Cancerología de Bogotá.

La acción política de Petro y también la de los dirigentes regionales y los desmovilizados de las FAEC, que le han apostado a ganarse el favor popular a través del trabajo de masas, vuelven a poner a prueba al sistema político y su capacidad de incluir a los antiguos rebeldes alzados en armas. Por ahora, está la expresión diversa de una nueva generación, de una clase media que busca nuevos rumbos hastiada de la corrupción y de la violencia. Y al mismo tiempo está la tragedia de siempre: lo crímenes selectivos, la intimidación, la amenaza a manos de narcos, bandas de sicarios o agentes del estado.

La democracia, para que de verdad lo sea, necesita a dirigentes como Petro que alguna vez empuñaron un arma y hoy hacen política desde los limitados espacios que se abrieron hace treinta años, y que volvieron a ser realidad con el exitoso proceso de paz que condujo a la reinserción del grueso de la guerrillas de las FARC.

Falta todavía un ingrediente fundamental: que un sector del “establecimiento” destierre de su alma, y deje de justificar, la violencia como forma de acabar con su “enemigo”. Que se habitúe al difícil ejercicio de ser cuestionado, criticado, denunciado e incluso demandado en los tribunales por una oposición inerme, civil.

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