Piquiña

Alfredo Molano Bravo
23 de julio de 2017 - 03:25 a. m.

De un día para otro —sin puntos de partida ni ceros—, comencé a sentir un ligero cosquilleo en la cabeza. Ni siquiera era en la piel, era más por ahí como en el pelo. Era como un vientecito ligero que mecía un pelo contra otro; no un huracán, ni un ventarrón. Un sutil soplo. Pensé que había comenzado la edad del pensamiento, anunciada por la aparición de parches menos densos de pelo y zonas más destapadas. Me miraba en el espejo de frente y de perfil, de un lado y del otro, pero no notaba cambios grandes. No, no era una calvicie galopante.

La vida seguía su paso: la huelga de los maestros, la dejación de armas de las Farc, los zapatos de Shakira. Mientras las cosas sucedían, yo nada notaba. Pero cuando leía noticias, el cosquilleo regresaba. Cada día era más evidente que se trataba de algo nuevo. No podría decir que era misterioso, aunque algo tenía. Llegué a pensar que era el soplido travieso del Espíritu Santo. Me entusiasmó la idea. Pero tuve que desencantarme porque la rasquiña tendía no a sentirse por donde alumbraron las lenguas de fuego a los apóstoles sino en la nuca, una zona bastante ordinaria para un descenso divino. Resolví cambiar de champú una y otra vez, pero el cosquilleo seguía y seguía. A veces parecía una mera llamada de atención de un ser etéreo. Ensayé con jabón Azul K y volví al jabón de tierra. Nada. Ni uno ni otro. Una noche, ya desesperado, me lavé la cabeza con agua de colonia y al día siguiente con alcohol. Nada. La cosa se agravaba porque ya no era en la nuca sino en media cabeza donde sentía la rasquiña, y ya no era a la hora de la mañana cuando el sol calienta, sino todo el día, con intervalos que me hacían olvidar esa especie de run run seco y mudo que pasaba, volvía, y regresaba.

Una noche, comiendo con mi hija en un restaurante, se quedó mirándome tan fijamente que pensé que le había dado un ataque. Parpadeó. Se paró, me miró por encima del pelo, se volvió a sentar y gritó: “¡Son pulgas, papá!”. Los vecinos de mesa miraron con alguna incredulidad, pero luego salieron en estampida. Y comenzó el drama. Mi hija, paciente y leal como la Samaritana, me agachó la cabeza, la examinó, volteó el pelo para un lado y para el otro. Y sin aviso jaló uno —o dos, o tres— y dijo: “son pulgas, estás repleto de pulgas, te han invadido. Míralas: saltan, parecen estar de fiesta”. Y sacó otro y otro bicho. Los espichó entre la uña del índice y la del pulgar, el dedo que Dios hizo para esos menesteres. Siendo algo tan antiguo me sentí humano, profundamente humano. Aunque en el fondo el sentimiento era otro: las pulgas —había oído a mi abuela— nacen en las cárceles y en los cuarteles, por eso les cortan el pelo a los presos y a los soldados. Me sentí simplemente poseído. En la adolescencia tuve un cultivo de ladillas que mi pediatra me sacó con severas advertencias. También tuve mucho después unas niguas que conseguí subiendo al Sumapaz. Pero pulgas nunca. ¿Estás segura, hija, son pulgas? ¿No serán al menos piojos? ¿Y cuál es la diferencia?, me preguntó. Me sonó a discusion bizantina, cuando en ese momento entró mi esposa: ¿Pulgas? ¿De dónde las sacaste? ¿Sabes dónde se dan? En la cárcel no has estado, en los cuarteles tampoco, total, debiste conseguirlas en una cama. Sea donde fuere, el caso es que tengo que quitármelas. Sí, dijo ya furiosa: pues rápate. Vivo en el dilema mientras he ensayado todos los remedios: mayonesa, sangre de toro, agua de alhucema, tricofero de barry. Así que hoy, cuando esto escribo, terminaré en la peluquería.

Punto aparte. Se fue Miguel Camacho sin decir adiós. Solía hacerlo porque poco protocolario era. Era franco y suave; gozó de una voz cariñosa y potente que compartió por emisoras culturales. Era un músico de los que gozan la música más que estudiarla. Sabía mucho tanto de jazz como de música llanera, tanto de tango como de salsa. Y además era un gran dibujante. Un abrazo, Miguel.

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