Placeres plásticos

Julio César Londoño
06 de octubre de 2018 - 08:15 a. m.

“Te amo, bebé, me dijo al oído con sus labios de goma”, le dice una muñeca a Bukowski en un relato que ayer sonaba como un engendro de ficción sucia y que mañana será rancio costumbrismo. O ya, porque a principios de septiembre abrió sus puertas en Turín el primer burdel italiano de robots sexuales. “Todas las reservas están agotadas”, dijo su administrador.

Burdeles semejantes están ofreciendo desde agosto el mismo servicio en Canadá, Dinamarca, Rusia y Austria, y en Holanda, siempre pionera, desde julio. Todos les garantizan a sus clientes media hora de placer íntimo y plástico por 80 euros con Kate, Giselle, Noemi o Alessandro, robots sexuales avanzadísimos, con apariencia hiperrealista y decenas de músculos y tendones precisos en la boca y en las otras zonas erógenas.

Harmony All, la creación más sofisticada de Realdoll, fue presentada en sociedad en abril. Es divina (un periodista confesó que estaba muy perturbado por su belleza). Ella puede sostener conversaciones complejas gracias a su alta IA; y si el cliente es romántico, entablar relaciones sentimentales con él, como en la película Her.

Los psicólogos dicen que todo esto es asquerosamente patológico, pero los fabricantes se defienden con citas de Da Vinci, que consideraba horribles los órganos sexuales, y de Woody Allen: “El sexo no es sucio, excepto cuando lo hacemos bien”.

Además, hay que considerar que la frontera entre lo real y lo plástico se desdibuja cada día. La calidad de los plásticos actuales es sorprendente. “Pueden ser brisa o agua, mucosa o piel”, dice un anuncio. Y los cuerpos humanos, por su parte, ya tienen decenas de gramos de silicona, titanio y silicio, e incluso baterías samaritanas, lazarillos del corazón y baterías celestinas, musas capaces de inspirar a penes perezosos y a vaginas áridas.

“Pero las muñecas no tienen alma, están programadas”, protestan los amantes del antiguo metisaca con cristianas de carne y hueso. Tienen razón, pero, ¿tenemos alma los seres humanos? Sí, pero poquita. Una corriente sociológica sostiene que estamos condicionados por los algoritmos trazados en los genes por la evolución y por las pautas de conducta que siembran en nuestro cerebro la publicidad, las redes sociales, los pastores y los políticos (¡casi nada!).

Los novísimos muñecos sexuales inteligentes están a punto de morir en la cuna. Lo verdaderamente moderno es la sexualidad remota, una evolución hipersofisticada de las líneas calientes que convertirá el sexo a distancia en una experiencia realista de altísima intensidad. Ya existen dispositivos para paladear los besos que nos envíen por el celular y trajes táctiles de realidad virtual que nos permitirán sentir el pulso, las caricias y los fluidos del amante.

También hay mundos imaginarios: páginas como Light Center y 3DXChat permiten diseñar cuerpos y entornos a nuestro gusto, crear un avatar de su pareja ideal y participar en fiestas virtuales.

Algunas emprexxxas ofrecen cursos de sexualidad remota para toda la familia que permitirán enfrentar en tiempo real situaciones de acoso sexual o asistir a sesiones de prueba de experiencias heterodoxas (orgías, relaciones homosexuales, etc.).

Por ahora, todas estas delicatessen cuestan un ojo de la cara y son, por lo tanto, privilegio de los ricos. Los pobres seguiremos dependiendo de la caridad de los prójimos, o de la mano propia, esa amiga leal y siempre solícita, e incluso de alguna mano ajena, que puede ser profesional o amateur, amorosa o mercenaria.

Para muchos, estamos ante la tecnología de la perdición. En la última escala de lo inhumano. Otros piensan que entramos a nuevos paraísos. Yo creo que estamos y estaremos siempre en el Infierno… ¡por fortuna!

 

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