Plagas y conquistas

Humberto de la Calle
29 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Es una verdadera tortura sentarse frente a la pantalla en las actuales circunstancias. ¿Buscar un tema distinto al coronavirus? ¿Volver sobre el tema para decir qué? Difícil algo que no se haya dicho.

Buceando, llegué al papel de las epidemias en la conquista de nuestras tierras. Tanto como ahora, la peste nos llegó de Europa. Y para los conquistadores, sin proponérselo, fue su “arma de combate”, muy por encima de los arcabuces, la espada de acero y los temibles alanos de ojos amarillos.

En 1518 apareció la viruela en Centroamérica. Terrible dolencia que no dejaba títere con cabeza. Como los nativos no la habían sufrido nunca, carecían de anticuerpos. De modo que el efecto fue devastador. Un año después, el villano fue el sarampión. México y Guatemala sufrieron el golpe. Nuevamente el sarampión asoló desde el bajo Misisipi hasta la Amazonía. En 1618, la población de aztecas, que había llegado a 18 millones, ya apenas contaba con 1,6 millones.

Claro que vino la retaliación americana. Una especie de venganza de Moctezuma. Los conquistadores, según algunos científicos, se llevaron la sífilis. Cinco años después de la Conquista, ya el 30 % de Europa padecía el mal. No obstante, el balance final favoreció a los europeos. Porque tras 8.000 años de la implantación del modelo agrícola, con poblaciones apiñadas en convivencia con animales, estaban más preparados para lograr cierta inmunidad. Además, a la sífilis se le negó su origen americano: en efecto, la enfermedad tomó en cada región el nombre del enemigo inmediato. Los franceses la llamaron peste italiana; los italianos, toma y daca, morbo gálico; los españoles y portugueses se acusaron mutuamente; los rusos la denominaron enfermedad polaca. Hasta la religión llevó del bulto. Los turcos la denominaron epidemia cristiana.

En tales condiciones, no podían faltar hoy teorías conspirativas que, como casi siempre, son como las dos caras de Jano: algunos dicen que el bicho fue inventado en un laboratorio por los chinos para atacar a los demás. Otros, al revés, que Trump contagió a los orientales. Y, ya para alucinación sin cuento, la conspiración va y vuelve: que los chinos lo diseminaron para lucrarse de la bancarrota occidental comprando a precio de bicoca las acciones de las principales compañías.

El COVID-19 ahora no sólo ha inundado nuestras vidas, sino que es materia de contradicciones. Una de ellas, si primero es la economía que la vida. Obvio que esta última es el valor supremo. Y que el Estado tiene que reventar cinchas ahora flexibilizando, hasta donde se pueda, el manejo macroeconómico para volcarse sobre el sistema de salud y los más desvalidos. Pero no hay que equivocarse: la vida y la salud también dependen de una buena economía. Por fuera de modelos ideológicos, sea que se trata de una economía completamente estatal u otra totalmente abierta, en todo caso la productividad y el crecimiento favorecen las condiciones que prolongan la vida y mejoran la salud. La pregunta es si nos endeudamos para convocar a generaciones futuras a solventar la emergencia. O si echamos mano del marranito de algunos fondos existentes. Pero no se trata de creer que la economía es enemiga de la vida. Quiero entenderlo como una metáfora dirigida a poner primero la lucha contra el virus así después tengamos que arreglar las cargas.

 

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