Rabo de ají

Plata y humo

Pascual Gaviria
23 de abril de 2019 - 02:52 p. m.

Hace 90 años los soldados norteamericanos asignados a custodiar el canal de Panamá quemaban su tiempo junto con los moños de cannabis que crecían en esa tierra fértil y lluviosa. El verde militar siempre ha combinado bien con el verde de los cogollos y las hojas dentadas. De esa relación surgió el primer informe del Ejército sobre la hierba, donde decía que no había “evidencia de que la marihuana, tal y como se cultiva en la zona del canal, sea una droga que cree hábito o tenga una influencia apreciablemente deletérea sobre el individuo que la consume”. Esas palabras no cayeron bien entre los prohibicionistas que prefirieron otro informe recién presentado por un médico de New Orleans, y acogido por el fiscal de distrito de esa ciudad en un artículo titulado “La marihuana como fomento del crimen”. Desde esos tiempos, Estados Unidos se ha debatido en contradicciones entre evidencias médicas y necesidades políticas, entre pasto para la histeria moral y fundamentos legales.

Hoy se presentan nuevas contradicciones. Más de diez estados, incluido Washington D. C., han aprobado el uso recreativo de la marihuana, y una encuesta de Gallup realizada hace un año dice que el 64 % de los gringos apoya la legalización de la hierba. Incluso entre los republicanos el 51 % dijo estar de acuerdo con el final de la pelea de policías y jueces contra consumidores. Pero mientras el estado de Colorado recauda 700.000 millones de pesos cada año en impuestos a la industria del cannabis, y compañías como Coca-Cola, Whole Foods y Trader Joe’s están listas para entrar al prometedor juego del cannabis, los negros y los latinos encerrados por simple posesión de marihuana se cuentan por miles en las cárceles de Estados Unidos. Llevar una mota encima fue la causa del 88 % de los arrestos relacionados con la marihuana entre 2001 y 2010 en ese país. De los cerca de un millón y medio de arrestos por drogas cada año en Estados Unidos, el 41 % está relacionado con la marihuana. Por algo el exfiscal general Jeff Sessions dijo en 2016 que “la gente buena no fuma marihuana”.

De modo que ya han aparecido activistas y políticos para exigir que quienes han sufrido años de persecución por su relación con el moño tengan un papel preponderante en el creciente negocio. Pero las cosas funcionan distinto, los negros y los latinos van a la cárcel y los blancos con poder, a las juntas directivas de las “empresas verdes”. El caso paradigmático de esa lógica que cambia con la caja registradora es el de John Boehner, expresidente republicano de la Cámara de Representantes. El mismo congresista que votó contra la marihuana medicinal en Washington en 1999 y se declaró un “firme opositor” a la legalización en 2011 aceptó el año pasado una silla en la junta directiva de Acreage Holdings, una compañía de cannabis con presencia en 11 estados.

En Colombia pasan cosas parecidas. Mientras el ministro de Defensa le declara la guerra a los consumidores y alardea con 251.000 dosis destruidas en seis meses, se acoge con gusto a los canadienses y sus inversiones para el negocio de la marihuana medicinal. La marihuana tiene entre nosotros la condición de ángel cuando se acompaña de la hoja del arce canadiense y de demonio cuando está envuelta en el bolsillo. También aquí los empresarios más conservadores, los que aplauden con gusto el decreto de Duque y les parece una exageración que alguien pueda tener 19 matas en una terraza, se creen ahora los dueños de esa sustancia milagrosa y peligrosa. La cogen con guantes y la miran con una temerosa codicia. Para ellos, el Ministerio de Comercio y las virtudes de la salud; para los consumidores, la rehabilitación o la policía.

 

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