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Plegaria delirante

Pascual Gaviria
01 de septiembre de 2010 - 02:57 a. m.

LA CASUALIDAD DE UN LIBRO REcién premiado permite una mirada entre desoladora y risueña de ese pergamino ocre de ríos de tierra y deslumbramientos marcados por minas blancas: el desierto de Atacama.

El arte de la resurrección, la novela de Hernán Rivera Letelier sobre un predicador desastrado y con la mollera seca, sería una lectura perfecta para los 33 hombres atrapados en la mina San José. El Cristo de Elqui, nombre del predicador quijotesco, podría hacer las veces de cuentero del desierto y director de plegarias.

Lo primero interesante para soltar entre las linternas de la mina será una frase que han repetido los supersticiosos del sur de Chile: “Por algo se dice que el norte es el lado del diablo”. Los espejismos, los remolinos de arena, el silencio de penitencia que ronda el desierto han marcado la vida en esas pampas como un castigo. El cura de uno de los campamentos de las salitreras que retrata la novela maldice su suerte con piso de tierra: “La soledad de náufrago, el silencio de muerte y el calor de perros de este purgatorio de mierda”. Ya los mineros le han dicho al Presidente que los saque de ese infierno. Así que creo que asimilarán ese primer golpe emocional sin la ayuda de los psicólogos y los expertos de la Nasa.

Se dice también que algunos de los mineros están deprimidos en el refugio. Frente a esta realidad el Cristo de Elqui puede alentarlos hablando de sus cerebros bien predispuestos para la locura. Según el mito de las salitreras, muchos de los pobladores llegaron desde el sur en la década de 1930 en lo que se llamó “el famoso enganche de enfermos mentales”. Así que los recién tocados llegaban a los campamentos disimulando las rayas de su yacimiento entre las sienes, respondiendo con monosílabos y mostrando las manos aptas para reventar piedras. La locura no es novedad en esos socavones.

Pero también hay que darles respiro a los  hombres dentro de esa mina acostumbrada a llorar, según sus propias palabras de poetas de la oscuridad. El Cristo de Elqui deberá pararse sobre el techo de una de las camionetas del refugio y predicar despacio para no gastar el aire: “Qué sacrificada esta gente de la pampa, Padre Santo. El único símil posible es el pueblo escogido de Jehová vagando cuarenta años por el desierto. Y ni eso. Porque a ellos les llovía benévolamente el maná del cielo. Aquí, de llover alguna vez, hermanito, llovería fuego y piedras ardiendo”.

Cuando lleguen las urgencias de hombres a esos 33 mineros y apóstoles del Cristo de Elqui, porque hasta en el fondo de un cuerno de la abundancia aparecen esos apetitos siempre a flor de piel, Cristo Loco les recordará las putas santas que vivían en los campamentos y lograban repartir sus tiempos entre una población masculina que cuadruplicaba a las mujeres. Putas que fiaban sus servicios en los tiempos de huelgas y holgaban en los tiempos de pago.

Para el día de la salida del socavón, no se puede decir para el momento en que vean la luz porque saldrán vendados como si los acabaran de librar del patíbulo, el Cristo pampeño los deberá preparar con la mención de una hermosa casualidad. Están cerca de cumplir cinco meses bajo “un mar de piedras”, según las palabras de otro de los poetas encerrado, a setecientos metros de profundidad, con el horizonte perdido. Entonces la voz del predicador dirá para alentar los aplausos: “A la hora alucinante de la siesta el sol es una piedra ardiendo en la mitad del cielo, en el aire no sopla una hebra de viento y la atmósfera resulta tan pura que se puede ver a más de setenta kilómetros a la redonda”.

Amén.

 

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