¿Plomo es lo que viene?

Catalina Ruiz-Navarro
21 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

La semana pasada, en Medellín, el cantante y youtuber Fabio Legarda fue muerto por una bala perdida que se le escapó a un escolta privado a quien le trataron de robar un Rolex falso. Al parecer los ladrones llegaron y el escolta “se defendió” disparando. No es un caso raro ni fuera de lo común: en Colombia se dan tiros al aire hasta para celebrar, pero esta vez estamos discutiendo el caso porque la víctima fue una personalidad reconocida, un privilegio que no tienen esas personas que a diario son un muerto (o muerta) más.

La seguridad democrática nos adoctrinó para pensar que las armas bélicas nos dan seguridad, cuando es todo lo contrario. A diferencia de, por ejemplo, un cuchillo, un arma de fuego está diseñada específicamente para matar a otras personas de forma rápida y certera. El porte de un arma crea inmediatamente una situación de desigualdad de poder tal, que las palabras del portador fácilmente se convierten, si no es que siempre, en una amenaza.

Pero, además, el porte de armas representa un peligro agregado para las mujeres. En el estudio Violencia de género y armas de fuego en Argentina, realizado en diciembre de 2017 por el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales, el 98 % de los portadores de armas de fuego son hombres (lo cual no es una sorpresa, pues las armas de fuego —que además son fálicas— siempre se han asociado con las formas más violentas de la masculinidad). El principal argumento que suele esgrimirse para justificar el porte de armas es “defendernos” de los “ataques” de desconocidos; pero resulta que las violencias que vivimos las mujeres son en su mayoría violencias machistas perpetradas por parejas, exparejas o miembros de nuestras familias. Cuando estos agresores que hacen parte de nuestro círculo familiar íntimo están armados, nuestra vida corre peligro inminente. Según el informe argentino, “en los tres años la mayoría de los femicidios fueron cometidos por parejas o exparejas de la víctima (57 % en 2014, 58 % en 2015 y 65 % en 2016). Puesto en otros términos, la imagen de que la ‘amenaza’ proviene del exterior no se condice con lo que ocurre en los feminicidios. Las mujeres mueren más en manos de sus parejas, familiares o conocidos que por ataques de ‘extraños’. En ninguno de los años el porcentaje de femicidios cometidos por personas desconocidas de las víctimas fue superior al 8 % (7 % en 2014, 5 % en 2015, 8 % en 2016)”. Las armas de fuego también son la principal arma usada en un femicidio; según el informe, “puede decirse que prácticamente uno de cada cuatro femicidios se comete con armas de fuego. Le sigue el acuchillamiento, con un 21,77 %, múltiples modalidades (17,5 %) y golpes (11,1 %)”. Esto sucede básicamente porque es mucho más difícil sobrevivir a un ataque con armas de fuego. “El mero conocimiento de la existencia del arma reduce la capacidad de resistencia de las mujeres, por la propia proyección del riesgo de muerte”. Las armas de fuego también hacen que sea menos probable sobrevivir a un intento de suicidio y son un peligro latente para personas con problemas de depresión u otras condiciones de salud mental.

Pero los peligros del porte de armas rebasan la seguridad en espacios públicos y sus impactos en el género. En Colombia tenemos una creciente seguridad privada, armada, sin verdadero control estatal, y tenemos un ejército de escoltas armados asignados por la Unidad de Protección que ni siquiera responden a las cadenas de mando de la fuerza pública. En una entrevista que tuve el año pasado con la feminista Claudia Mejía, ella se preguntaba: ““Si en este momento hay aproximadamente 3.000 defensores y defensoras con esquema de protección, y supongamos que casi dos escoltas armadas por cada uno, eso son aproximadamente 5.000 hombres armados rodeando a todos los defensores y defensoras de Colombia, ¿cómo sabemos que estos escoltas en 5 o 10 años no se van a convertir en un ejército paramilitar?”. La verdad es que no lo sabemos, ni siquiera nos lo preguntamos.

Desde hace décadas las feministas han venido trabajando en estrategias de seguridad basadas en proteger la vida, en vez de amenazar con la muerte, y por eso, como feministas, hacemos resistencia pública a cualquier política pública armamentista que disfrace de “protección” a las violencias del patriarcado.

@Catalinapordios

 

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