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Poder pensar en el resto del mundo

Carolina Sanín
04 de abril de 2009 - 04:00 a. m.

EL OTRO DÍA LA PRENSA PUBLICÓ un artículo sobre un libro que escribí en torno a Alfonso X “El Rey Sabio”.

Entre quienes comentaron el artículo en internet, hubo alguien que anunció su intención de limpiarse el trasero con el libro, pues éste trataba de “otro” rey. El anuncio me pareció medio divertido, ya que el jacobino comentarista firmaba, para hablar de la culminación de su digestión, con una alusión a su dieta: “Vampiro Vegetariano”. Agradecí, además, la promesa implícita de comprar un volumen, sin importar el fin que se le diera: cuanto más útil, mejor.

Hubo, en cambio, otro comentario que sí me supo amargo (para seguir con las figuras digestivas), a pesar de ser más amistoso. Decía: “Felicitaciones pero la profesora podría interesarse también por la trayectoria del castellano y de la literatura en Colombia desde las primeras obras de la época colonial”. El mensaje estaba firmado por “Peremne” y es un ejemplo de la perenne objeción que aparece siempre que un colombiano se interesa por temas humanísticos que trascienden las fronteras nacionales.
Estas opiniones patrióticas hacen eco de la tendencia generalizada según la cual se espera que el Tercer Mundo sea objeto y no productor de conocimiento ni de crítica cultural, y que, en caso de que insista en ser productor, se limite a mirarse el ombligo, que bastante sucio está.

El comentario me trajo también el recuerdo de una experiencia tan irritante como limpiarse con el libro resultará para V.V.: Hace dos años, durante el fastuoso Congreso de la Lengua que tuvo lugar en Cartagena de Indias, un célebre escritor español se me acercó a preguntarme quién era. Estábamos en el Castillo de San Felipe, en la fiesta inaugural del Congreso. Le conté que para vivir daba clases sobre la Edad Media en una universidad. De inmediato, y con mueca socarrona, el español expresó el asombro que le producía el hecho de que una colombiana se interesara en la Edad Media, es decir, en una época en la que los colombianos no existíamos. A sus ojos yo parecía ilusa en mi curiosidad o, acaso, entrometida.

Le pregunté si le parecía igualmente asombroso que un académico de su país estudiara la obra de Virgilio, o que un alemán escribiera sobre el boom latinoamericano. No respondió: se lo impidió el alcohol que había bebido a costa de sus anfitriones colombianos, tan hospitalarios pero tan incapaces, los pobres, de entender el mundo que no conocen por experiencia directa.

En aquella fiesta de la lengua (seguimos con el aparato digestivo), los españoles eran recibidos en la rampa de la fortaleza española por actores negros en taparrabos que hacían gestos feroces y se contorsionaban iluminados por antorchas. El plato fuerte era la presentación de un baile dizque folklórico, una especie de strip-tease populoso en el que decenas de muchachas, obviamente menores de edad, movían la cadera sin mucho ton ni son, con tangas más pequeñas que sus sonrisas congeladas.

Los anfitriones celebraban —y actualizaban— los estereotipos colonialistas del negro amenazante y la mulata complaciente. La fiesta constituyó un bochorno para los escritores colombianos que estábamos ahí como vencidos espectadores de aquello que las autoridades culturales creían que representaba nuestra cultura mestiza. Comprobamos entonces que nuestros países, empeñados en vender un exotismo falso y nocivo, son tan responsables como el Primer Mundo de que se tenga a los intelectuales tercermundistas por intelectuales de tercera y sólo capaces de pensar —o ni siquiera de pensar, sino de representar pintorescamente— lo que pasa aquí abajo, aquí atrás, mientras que los europeos y los norteamericanos pueden ocuparse de cualquier lugar, incluido, por supuesto, éste (además, sentimos gratitud cada vez que lo hacen).

Quizás la reminiscencia de este intercambio cultural entre los criollos y la Madre Patria muestre mi interés en “la trayectoria del castellano desde la época colonial”, y valide así mis investigaciones ante el o la comentarista “Peremne”.

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