Política pendular

Juan David Ochoa
13 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Cumpliendo la ley histórica, la política pendular vuelve a sus extremos con la misma intensidad de su movimiento anterior, con el mismo pulso y el mismo alcance de su pico adverso; ha sucedido sin interrupciones en los Estados Unidos desde los tiempos de Woodrow Wilson y Warren Harding con sus antagónicas visiones sobre el proceso de pacificación después de la Primera Guerra Mundial, y tuvo sus tiempos más crudos, aparentemente insuperables, con Herbert Hoover y Franklin Roosevelt. Todo parecía ser una leyenda de viejos archienemigos y viejas contiendas insufribles hasta que el tiempo volvió a demostrar que puede superar todos los tópicos del morbo: Donald Trump, el indescriptible, llegó para relevar a Barack Obama y toda la atmósfera de la superación de las supremacías raciales. Y así las cosas el péndulo ha vuelto a su extremo más histórico hasta el punto inverosímil de ver ahora a George Bush como un político manso y amable.

Sucede lo mismo en Argentina con el hijo pródigo del FMI Mauricio Macri, quien llegó para relevar a Cristina y su linaje del neoperonismo y su explosión de izquierda reprimida. Sucedió en Chile con el emperador y empresario omnisciente Sebastián Piñera después de Michelle Bachelet y sus apuestas por una educación que evitara de nuevo las viejas sombras de los generales. Y sucedió también en Venezuela con la opresión de una derecha salvaje y elitista que escupió a las clases marginadas hasta que la rabia y la opresión estallaron en esta prolongada nausea de una venganza desbordada y desastrosa. El péndulo ha hecho del continente una escenario de improvisaciones y respuestas desesperadas a sus anteriores versiones como una búsqueda de la retoma del cauce que ninguna corriente ha podido ajustar en su estructura teórica más fiable y más real, más practica o más convincente: la represión o la libración del tiempo, la tradición o el progresismo con sus puertas desparramadas ante el futuro desconocido; en esa dicotomía y en ese dilema las corrientes políticas han intentado enfocar los deseos más básicos y los sueños más elevados de sus bases electorales. Pero hay casos aún más excepcionales en que el disparate logra dirigir una masa electoral hasta los últimos desbordes del lenguaje y la convoca decididamente a la violencia como el único método real y el único argumento restante después de un largo periodo de contrastes y decepciones. Jair Bolsonaro ha aparecido en Brasil para acabar toda diferencia y ambigüedad de una vez por todas con la ira de un nostálgico de las dictaduras y el crimen. Después de un largo periodo con Dilma Rousseff y Lula da Silva, el péndulo vuelve a su ángulo opuesto donde el juramento y la promesa para una historia descreída es la persecución y la negación de todo lo que existe con el único recurso que no acepta retóricas ni lenguajes insondables: la violencia. Su promesa presidencial tiene ahora la aceptación de una base electoral que lo puede llevar al poder supremo para incendiarlo todo; anular mujeres, perseguir homosexuales, negar la historia y reinventarla con un nuevo suelo argumentado con las leyes de un puritanismo absoluto, sin margen de sospecha o de vacilación y sin la sombra peligrosa de comunidades extrañas que no pueden ser reconocidas por el bien del sacramento de una sola verdad y un solo mundo sugerido por la moral. Los hombres de la derecha continental también lo celebran, y no deja de ser escalofriante que pocos días antes de su elevación sobre las encuestas y los números que lo aprueban como el próximo presidente se haya consumido en llamas el Museo Nacional de Brasil con toda su memoria. Provocado o no, parece es el preludio simbólico de un gran incendio.

 

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