Política y literatura

Santiago Gamboa
12 de mayo de 2018 - 04:30 a. m.

A pesar de que ambas actividades son públicas y gozan de una cierta aceptación, hasta un niño podría ver las diferencias increíbles que las separan: la política es más rentable, por ejemplo, y salvo casos marginales un político no muere en la pobreza, como murieron León de Greiff o Porfirio Barba Jacob. Mientras está activo, un escritor no tiene esquema de seguridad, autos blindados ni guardaespaldas a cargo del erario público, ni gana 30 millones de pesos mensuales, ni decide sobre partidas presupuestales o contratos, ni tiene nada que negociar con el Ejecutivo. Ni siquiera lo corrompen, pues nadie quiere nada de él que pueda ser objeto de una coima. Odebrecht, por decir algo, jamás buscaría a un escritor. Sin embargo, ambos personajes, el político y el escritor, existen gracias a una sociedad que los sostiene, que decide cuál es su lugar y que, en un momento dado, presiona para que uno u otro sea decisivo en un período específico de la historia. Porque tanto el político como el escritor dependen de la opinión pública: por uno de ellos se vota, por el otro se compra un libro y, al hacerlo, se le da un espacio de influencia. García Márquez, el más influyente de nuestro país, tuvo más lectores que, en votos, cualquiera de nuestros políticos. Ni Uribe, sumando sus elecciones ganadas, llega a la periferia de lo que son y han sido los lectores de García Márquez. Y eso que los votos no le cuestan ni un peso al votante. Al revés: en algunos casos se compran. ¿Puede alguien imaginar que un escritor pagara a sus lectores por leerlo? ¿O que un grupo armado presionara a un pueblo para que leyera a un autor y no a otro? En sociedades como México, el Estado sostiene económicamente a los escritores con la convicción de que cada uno trabaja no sólo para sí mismo, sino también por la imagen del país. Cada libro mexicano es una roca en el inmenso mural de la cultura nacional, y por eso el Estado les ayuda con becas, subvenciones, premios.

Pero tal vez la diferencia más abrumadora sea su relación con la verdad. El escritor, como dijo Vargas Llosa, narra “mentiras”, pero al hacerlo llega a profundas verdades sobre la condición humana, las relaciones entre las personas, la vida y el pasado y la historia. El político, en cambio, opera sobre lo cotidiano y, en consecuencia, no debe alejarse nunca de lo que es verdadero, verificable, comprensible y comprobable. Pero lo que nos muestra la experiencia es que ciertos políticos de éxito están más cerca de la mentira que de la verdad, sin que en ellos opere la más mínima operación estética que lleve después a algo certero. No. Lejos de eso. Nos confunden, nos ocultan lo verdadero y nos dan gato por liebre. ¿Quiénes dicen la verdad? Cada día vemos cómo las grandes frases son estandartes banales que se derrumban al mínimo toque. Por eso, ahora que debemos elegir, deberíamos fijarnos mucho en eso: en la verdad verificable, para que los entusiasmos se transformen en proyectos reales y no en eslóganes pasajeros y vacíos. Dejemos por unas semanas la mentira a los escritores, que ellos saben transformarla en algo valioso. Y condenemos para siempre a los mentirosos. Yo les creo a Fajardo, a Petro y a De la Calle. Creo que Colombia necesita desesperadamente de sus verdades.

 

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