Popeye y la cultura mafiosa

Aldo Civico
12 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

Hace unos días, sin quererlo y sin desearlo, me encontré con Popeye, el exjefe de los sicarios de Pablo Escobar, quien hoy se reinventó como youtuber gozando de casi 300 mil seguidores. 

Me encontraba en un hotel de cuatro estrellas a pocas cuadras del Parque Lleras en el barrio El Poblado de Medellín, en donde vive la población estrato cinco y seis. Junto a mis colegas de la Columbia University me estaba reuniendo con un grupo de jóvenes artistas urbanos cuando un colega me hizo notar que en una mesa cerca de nosotros se encontraba Popeye en compañía de dos hombres.

Al igual que cualquier aventurero, el “carnicero de Escobar” estaba cenando y tenía su corte. Logré escuchar al “general de la mafia” proclamar en voz alta: “En aquellos tiempos por aquí los matábamos como ratones”.

Observando la facilidad con la cual uno de los sicarios más sanguinarios de la historia de Colombia asistía al restaurante de un hotel, recordé la frase del jefe de la mafia Michele Greco quien, irritado por la pregunta de un periodista, declaró: “Yo no ‘hago mafia’, yo soy un campesino”. 

El mafioso dijo esto con tal naturalidad que uno podría suponer que, paradójicamente, lo declaró en buena fe. De hecho, estaba tan empapado de la cultura mafiosa que en extorsionar, secuestrar y matar no identificaba algo criminal o la expresión de unos antivalores. El jefe mafioso lo veía y lo vivía como algo normal. De hecho, la mafia no es solamente una organización criminal sino más bien una ética compartida, una cultura que alimenta a toda una sociedad, de la cual el fenómeno criminal es solamente una realidad observable.

Pero no fue la facilidad con la cual Popeye tenía su corte en este hotel de El Poblado lo que me sorprendió tanto. De hecho, algunas personas sentadas en otra mesa (la denominada “gente de bien”) se emocionaron al reconocer la presencia en aquel lugar del sicario de Escobar y atrajeron su atención. Él amablemente se levantó de su mesa y se fue a saludarlos. Dio la mano a cada uno, y les dijo: “Gracias por el cariño”.

Ser testigo de este episodio me hizo reflexionar. Muchas veces nos concentramos en íconos de la mafia, como Pablo Escobar o Popeye, sea para criticarlos o para perpetuar su leyenda como sigue haciendo la TV, el cine y la música, y hasta nos concentramos en líderes políticos a los que no les choca ver al “general de la mafia” marchar a su lado. Pero de esta manera no nos fijamos en lo que pasa alrededor. Es más: en la medida en que solo concentramos la mirada en estos íconos, más se oculta lo que está alrededor, o sea el sistema de valores, de prácticas, de conformidades que permite a la mafia como organización (ya sea la Cosa Nostra, la Oficina de Envigado o Los Urabeños) existir.

Porque la mafia, antes de ser una organización criminal, es ante todo una cultura y una ética compartida. Porque la mafia está adentro: de uno mismo, en las relaciones, en los negocios, en las instituciones. Está dentro y afuera de la legalidad. Por eso, hasta que no se estigmatice a la cultura mafiosa, el fenómeno criminal no se puede combatir con eficacia y cualquier cambio no va a ser duradero.

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