Por aquí pasó una luciérnaga

Sorayda Peguero Isaac
26 de octubre de 2019 - 05:00 a. m.

La primera vez, después de examinarme y hacer la pregunta de rigor: “¿hay antecedentes de cáncer de mama en tu familia?”, el doctor Chahín dijo que no había razones para preocuparse, que el pequeño quiste desaparecería sin dejar rastro de malignidad. Yo tenía 23 años. Había aprendido a ser disciplinada con el autoexamen y sabía que, al primer tacto de un extraño visitante, debía regresar a su consulta. Este año he tenido un susto y dos mamografías. Una experiencia nueva en el historial de los quistes que van y vienen desde los años remotos del doctor Chahín. Afortunadamente, no era más que un visitante de naturaleza distinta: una calcificación. Durante el tiempo que transcurre, entre la prueba y la espera de los resultados, mi cabeza daba vueltas alrededor de varias cuestiones. Supongo que era inevitable que me acordara de ella.

Se llamaba Felicia, nombre de origen latino que significa fortuna, abundancia, felicidad: virtudes de la vida buena. Era hermana de mi madre. Murió de cáncer de mama a los 33 años. Tengo una foto en la que estamos juntas, con una tropa de niños, posando detrás de la tarta de cumpleaños de una de mis primas. La tía Felicia está agachada a mi lado. Así parecemos de la misma altura. Ella tiene una blusa floreada, el pelo recogido en la nuca con una raya en medio y una sonrisa de serenidad plena.

Sentada en la sala de espera del hospital, me preguntaba cuánto tiempo necesitaría para digerir un resultado poco favorecedor. ¿Cuánto tiempo me haría falta para contárselo a mi familia? El diagnóstico no tenía por qué ser una tragedia, pero la amenaza de su sufrimiento me resultó insoportable. Saqué ese pensamiento del foco de mi consciencia y pasé a otro asunto: el tiempo que no había tenido para hacer algunas cosas. Y no pensaba en las cosas que definen a las personas “altamente productivas”. La lista de bagatelas pendientes era como el pañuelo interminable que el aprendiz de mago saca de su sombrero. Quería recuperar la confianza en que podía hacer esas cosas “inútiles” sin la irrupción de una pausa obligada. ¿Por qué no las hice antes? Supongo que era inevitable que también recordara la falsa idea de infinitud que uno suele tener de la vida.

La tía Felicia tuvo tiempo para ser maestra rural. Su escuela estaba en el campo de su infancia. Era una casita de madera, un poco más grande que la que Thoreau construyó en Walden Pond para alejarse de todo lo que no fuera vida, y para no descubrir, al final de sus días en la Tierra, que no había vivido. Cuando los pequeños Isaac vacacionábamos en casa de la abuela, era la tía Felicia quien marcaba el tiempo de los juegos a cielo abierto, las meriendas y las canciones. Una luciérnaga inquieta que iba dejando pozos de luz en las almohadas de sus niños prestados. Era el tiempo de la inocencia. El tiempo de los rituales sagrados de la niñez. El tiempo en el que todo parecía para siempre. Si tan solo pudiéramos intuir que esa eternidad es efímera, tal vez aprenderíamos antes que el tiempo que se sabe bien vivido es mucho, todo.

sorayda.peguero@gmail.com

 

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