La situación del Partido Republicano en Estados Unidos es dramática. La de su último presidente, Donald Trump, no es mejor. Si hoy se obstinan en no aceptar la derrota, esto tiene que ver, en parte, con el mecanismo psicológico de la negación de la realidad, sobre todo en el caso del hombre atrincherado en la Casa Blanca. Pero hay algo mucho más grave detrás: para el Partido, la posibilidad de que se tengan que despedir del poder durante decenios; para el presidente, un futuro en el que no tendrá el fuero ni las conexiones de su cargo para enfrentar la quiebra de sus negocios y la acumulación de procesos legales de toda índole (fiscales, penales…) en su contra. Perder hoy, para los republicanos y para Trump, no es una derrota: es una catástrofe. Estos son los motivos de fondo por los que se niegan a entregar el poder sin intentar antes cualquier triquiñuela legal posible.
Los republicanos han podido mantener cierta alternancia con los demócratas gracias, por un lado, al sistema del Colegio Electoral, que les permite elegir presidente sin ganar el voto popular. Por otro lado, a una estrategia muy bien calculada para impedir el voto de los negros y de otras minorías, mediante la redistribución geográfica de los distritos electorales llamada “gerrymandering”. Esta táctica permite que los políticos escojan a sus votantes (y no los votantes a los gobernantes) al imponer límites milimétricos a los distritos que los favorecen. Esto hace que el número total de votos no importe, sino el número de representantes escogidos en cada distrito. Se traza un mapa con un distrito electoral de votantes inclinados a votar por los republicanos con un total de, por ejemplo, 15.000 electores. Y al lado otro mapa con un distrito electoral de, digamos, 90.000 votantes. Pero cada distrito elige un solo representante. De tal modo el distrito A, con 15.000 votos, escoge un republicano; y el distrito B, con 90.000 votos, escoge un demócrata.
Los republicanos sufren de angustia demográfica: el grupo de los votantes más jóvenes (entre 18 y 29 años) se inclina hacia el Partido Demócrata en una proporción 60/40, e incluso más alta en algunos estados. Algo parecido ocurre con los ciudadanos de origen negro, hispano y de otras minorías étnicas. Estos últimos, además, están aprendiendo a superar los mecanismos que les impedían ejercer el derecho a votar. Algo tan simple como llamar a elecciones en día laboral (este año un martes), y que no haya permisos para salir a votar, hace que obreros y empleados sencillamente no puedan ir al sitio de votación. Trump —que votó por correo— odia y denuncia como fraudulento el voto por correo porque permite que los trabajadores simples puedan enviar su voto antes, ya que el 3 de noviembre no podían ir a las urnas.
Trump y los republicanos sienten que no pueden perder por los nubarrones que ven en el horizonte. La última revista The New Yorker se abre con este título en la portada: “Why Trump Can’t Afford to Lose” (“Por qué Trump no puede permitirse perder”) y el texto de Jane Mayer hace una lista de los pleitos a los que Trump, como expresidente, debería enfrentarse. Según Mayer, Trump solía llevar dos libros de contabilidad: en uno, que se presentaba a los bancos, a las aseguradoras y a los posibles socios de negocios, se exageraban las ganancias. En otro, para presentar al fisco, se inflaban las pérdidas y los gastos (70.000 dólares anuales en peluquería) para evadir impuestos. Por este lado van los delitos fiscales. Los penales van por el lado de las revelaciones de su abogado particular, Michael Cohen, entre los cuales el más sonado es la compra del silencio de la actriz porno Stormy (Borrascosa) Daniels con fondos de la campaña.
Un ejercicio de fantasía: para no aceptar la derrota ni cometer la vulgaridad de autoperdonarse, Trump renuncia antes del 20 de enero. Pence es presidente unos cuantos días y durante ellos usa el poder para perdonarle a Trump todos sus crímenes y delitos.