Por ser yo quien soy

Piedad Bonnett
22 de abril de 2012 - 01:00 a. m.

Tengo un amigo que opina que las biografías les gustan sobre todo a los viejos.

Aunque estoy a punto de entrar en esta última categoría, debo decir que frecuento este género desde hace mucho, sobre todo en la que considero su versión más interesante, los libros de carácter autobiográfico. Los hay de toda naturaleza: las memorias intelectuales, que prescinden casi totalmente de datos íntimos, como Errata, de George Steiner, que ahonda con agudeza en su relación con los idiomas, sus maestros, la música, Dios, el judaísmo; los brutalmente confesionales, como El acontecimiento, libro en el que Annie Ernaux cuenta cómo se practicó un aborto en Francia, siendo muy joven, en total desamparo y corriendo todo tipo de riesgos, porque era ilegal; o los muy finos, a veces líricos, como El libro de mi madre, de Albert Cohen, o Patrimonio, de Philiph Roth, un relato conmovedor sobre los últimos días de su padre. Joya especial es Verano, donde Coetzee acude a un recurso imprevisto para pintarse a sí mismo: imagina cómo lo debieron ver algunos seres cercanos, amigos, mujeres que amó o lo amaron.

Sobra decir que casi toda literatura se nutre de datos autobiográficos. Pero en toda autobiografía hay también algo de ficción, pues la imperfecta memoria acomoda las cosas o las reinventa al seleccionar entre los innumerables hechos de una vida lo que conviene a los fines que persigue, a veces hasta llegar a la “auto-ficción”, género que se ha multiplicado en los últimos años y que imbrica hechos reales y ficticios en deliberado juego para confundir al lector.

Ahora bien: ¿qué es lo que hace que a un lector le interesen la intimidad del escritor, ciertas anécdotas de su vida, sus sentimientos más personales y entrañables? La respuesta más obvia y sencilla es que la experiencia de otro puede iluminar y ampliar nuestra propia experiencia del mundo, siempre y cuando esté expresada en un lenguaje original, agudo y conmovedor. Reflexiono sobre esto a partir de Diario de invierno, de Paul Auster, un autor con libros buenos, regulares y malos, pero universalmente traducido y con gran reconocimiento. En este texto autobiográfico, que logra por momentos conmovernos, el autor nos cuenta, entre otras cosas, qué presas se ha partido o golpeado, en qué sitios, con dirección exacta, ha vivido, cuando compró casa, dónde conoció a su mujer y sobre qué tema hizo ella su tesis de grado. Mientras lo leía recordé la pregunta que atinadamente se hace Doris Lessing en su abultada y apasionante autobiografía: ¿cuánta verdad contar? Pues ser famoso o reconocido no le da derecho a pensar a un escritor que su vida merece ser contada, o que todo lo que narra de ella debe resultarnos interesante.

No basta una escritura brillante, si expresa algo banal. Así como no basta una idea interesante si se expresa de cualquier manera. La buena prosa de Auster está puesta en su último libro al servicio de una realidad meramente anecdótica. Caso contrario es el de Grass, que para denunciar el silencio de su país frente a Israel optó sagazmente por un poema, con un doble resultado: eficaz, porque encontró la resonancia que buscaba; y atroz, porque su mediocridad panfletaria hace creer a los muchos que jamás la leen, que poesía es el ejercicio de poner ideas en versitos pendejos. Pero tanto Auster como Grass se saben grandes figuras. Y creen, desde esa convicción, que pueden hacer lo que les dé la gana. Lo que se les olvida es que los buenos lectores no perdonan.

 

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