Por sus frutos los conoceréis

Columnista invitado EE
02 de abril de 2018 - 02:00 a. m.

Por Rafael Dussán

Es sabido que muchos sectores cristianos y  católicos no han estado a favor de una reconciliación nacional y a un acuerdo de paz en los términos que fue realizado y que requiere de un clima propicio para poder desarrollarse apropiadamente en bien de todos los colombianos. Es triste constatar que el cuidado que requiere este “neonato” del acuerdo de paz se vea saboteado y con obstáculos, que muchas veces provienen de aquellos que se dan bendiciones y seguramente asistieron asiduamente a las liturgias de la semana mayor. Esta contradicción se hace más honda cuando constatamos que las raíces mismas de esa fe que profesan nació en las circunstancias históricas de un grito de libertad y solidaridad humana con los más débiles, con la denuncia de la arrogancia del poder de los reyes y emperadores de entonces. Los días de la semana santa conmemoran el desenlace final de la vida Jesús de Nazareth, condenado por parte de las autoridades políticas y religiosas de su tiempo –Herodes Antipas, los sumos sacerdotes y el poder romano imperante–.

En su entrada triunfal a Jerusalén sobre un asno no estaba Jesús reclamando honores reales, sino más bien burlándose mordazmente de las pretensiones mesiánicas de la familia de Herodes, siendo una hábil e intencionada parodia política. Jesús estaba parodiando el tipo de cortejo que debía resultar familiar para los habitantes de Jerusalén cada vez que llegaban Herodes y el mismo procurador romano con todo su poder y sus guardias, algo similar a lo que vemos hoy en día en Colombia con los escoltas y las 4x4 blindadas en un derroche de poder en movimiento .

Jesús se enfrenta a la otra institución de poder económico y religioso, el Templo, en torno al cual funcionaba un sistema corrupto y abusivo con el mercado de animales para los sacrificios. Una institución religiosa con fuertes alianzas políticas que obviamente se vio atacada por los gestos y palabras del rabí de Galilea, aquella zona de palestina, rural y pobre, abusada hasta los límites por los poderosos de entonces (impuestos de Roma y del mismo Templo), cuyos habitantes, en su gran mayoría pescadores, pastores y agricultores, vivían de préstamos y estaban endeudados hasta el cuello. En ese contexto, Jesús desplegó un movimiento social-espiritual solidario para generar condiciones de vida digna, basado en las raíces mismas del judaísmo, que llamaba a la justicia y la solidaridad, a la hermandad, retomando la tradición misma de los grandes profetas de Israel como Jeremías e Isaías en donde lo sagrado acontece por encima de todo en el comportamiento social e interpersonal, para poder cohabitar en esta casa común y este es el grito que ha sido inaudible por muchos que profesan la religión. Colombia no podía escapar a esta contradicción que ha conllevado la religión establecida muchas veces por imposición y aliada casi siempre con el poder político y económico.

Colocar las condiciones para transformar nuestro país en este momento crítico que vivimos es una enorme responsabilidad, sobre todo en aquellos que dicen profesar una fe, que en la práctica resulta muchas veces inconsecuente.

La Semana Santa recuerda además la última cena, toda una puesta en es-cena por parte de Jesús para afirmar esa alianza eterna y fundamental con la vida desde el amor. Amor que, en su visión, no podía ser distinto a la solidaridad, la justicia, el perdón y la consecuente paz, el Shalom que como un eco ininterrumpido ha recorrido la esencia misma del cristianismo desde sus orígenes en su propia matriz judía.

El cristianismo nació como una renovación de la fe judía de entonces; como un nuevo mirar espiritual que implicaba cambios en la estructura de la sociedad, porque la Divinidad está presente por encima de todo en la vida, en la naturaleza y en el otro, por diverso que pueda ser.

Una Semana Santa que no haya generado puentes con una nueva Colombia que nos urge, no deja de ser una pantomima pobre y débil, llena de ritos vacíos.

Al margen de si se cree o no se cree, es urgente para todos acceder a una edad adulta de la conciencia: entender que el destino nuestro depende exclusivamente de nosotros mismos. Ese destino exige que asumamos la responsabilidad individual y colectiva, capaces de llegar a acuerdos que nos garanticen la paz para un futuro viable hacia la vida. La fe ciega induce a esperar una intervención divina: “Dios arreglará todo”. Se trata más bien de asumir la transformación del mundo en que vivimos. El porvenir dependerá únicamente de la capacidad de encarar esa responsabilidad. Sería el gran milagro la transformación personal y colectiva de creyentes y no creyentes.

Somos nosotros los hacedores posibles de cielos o infiernos.

 

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