Por un animalismo responsable

Germán I. Andrade
30 de enero de 2020 - 05:00 a. m.

Intensa controversia causó hace un año el levantamiento local de la veda a los huevos de caimán. Algo similar sucedió con la decisión sobre pesca incidental de tiburones. Periódicamente, la controversia revive, más recientemente con el anuncio de la eliminación sistemática de miles de camellos en Australia, como medida de urgencia por la crisis del agua para los aborígenes. Y sigue latente, para posiblemente revivir cuando el riesgo por los hipopótamos que se expanden en el Magdalena Medio alcance a algún ser humano.

La motivación de estas controversias proviene de manifestaciones del animalismo, movimiento para el cual existen animales sintientes con derecho a no sufrir dolor por la acción humana. Se trata de una expansión ética. Para Víctor Hugo, “primero fue necesario civilizar al hombre en su relación con el hombre, ahora es necesario civilizar al hombre en su relación con la naturaleza y los animales”.

Esta visión no es fácilmente conciliable con otras formas de ver el mundo. En la vida campesina e indígena, la muerte y el sufrimiento animal hacen parte de la dinámica de la naturaleza y, por extensión, del ser humano que vive en ella. Cazadores, pescadores, recolectores y pastores, en sabanas, ríos, humedales y selvas habitadas, se verían cuestionados por mantener el uso de la vida silvestre que contribuye a su bienestar. Según la FAO, son mil millones de personas que viven en las áreas silvestres del mundo. Se argumenta ligeramente que esas poblaciones humanas deben cambiar sus formas de vida hacia la agricultura, desconociendo que esto acarrearía la transformación severa de los ecosistemas, con mucho más sufrimiento animal invisible. En un país multiétnico y pluricultural, como el nuestro, la imposición de esta moral presuntamente universal sería una forma de injusticia ambiental al atentar contra derechos humanos básicos de esas poblaciones. Además, esta forma de animalismo es un palo en la rueda de la conservación de la biodiversidad, que vela por la salud de las poblaciones, las especies y los ecosistemas. La remoción severa en los ecosistemas de especies invasoras es una medida de manejo necesaria para evitar la extinción. Hay miles de ejemplos en el mundo. No basta decir que, por haber sido el humano el causante de esta situación, no se deba ahora tratar de evitar las consecuencias. El animalismo responsable debe aceptar el derecho que tienen los seres humanos a convivir con la naturaleza, y el deber de intervenir para evitar la extinción.

Un posible diálogo podría darse en torno al concepto de animales sintientes, diferenciando sensibles, conscientes y autoconscientes. Sensibles son los seres cuyo sistema nervioso los conecta con el mundo, siendo evidente su reacción ante los estímulos que los pueden herir. Conscientes son aquellos cuyo comportamiento se ve modificado por su percepción del entorno. En este caso, como la existencia del sufrimiento es inaprehensible —no podemos negarla—, el asunto desembocaría en la aplicación del principio de precaución: la ausencia de evidencia del dolor no es motivo para no evitar infligir daño. Así, si aplicáramos la expansión ética a todos los animales de alguna manera conscientes, estaríamos frente a los dilemas de justicia ambiental y conservación de la biodiversidad; no sería responsable en el mundo de hoy.

El dilema ético persistiría para los animales autoconscientes. El etólogo de Harvard Donald Griffin, en su libro Mentes animales, define que se trata de aquella tendencia evolutiva en la cual el yo (self) llega a la conciencia. Los animales autoconscientes, a los cuales tenemos el deber de no infligir sufrimiento, son, entre otros, cetáceos, grandes simios, calamares, elefantes y algunos con larga historia de domesticación. Son “personas no humanas”, para quienes deberíamos acoger la expansión ética; con prudencia, pues no sería fácil trazar esa línea divisoria entre conciencia y autoconciencia. Esto no autoriza a no ser compasivos con el resto del reino animal. Pero la responsabilidad sí es directa con el dolor que no vemos, que se oculta en la degradación de los ecosistemas y la extinción.

Así, despejada la discusión con algunas bases científicas, ecológicas y sociales, podríamos propender prioritariamente por la expansión ética hacia el deber que tenemos los humanos de procurar la persistencia de los sistemas ecológicos y la biodiversidad. Allí podría florecer la compasión, al reconocernos responsablemente parte de un mundo vivo, hoy en crisis. ¿O no será que, aborreciendo radicalmente la existencia del sufrimiento y la muerte en otros seres vivos, buscamos inconscientemente escapar al destino marcado en nuestra propia naturaleza?

* Universidad de los Andes. Facultad de Administración y Centro de Objetivos de Desarrollo Sostenible.

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