Era un domingo por la tarde. Dos veces festivo. Se celebraba la Fiesta Mayor de la ciudad. Pau Donés estaba sentado con unos amigos en la terraza del Tapa i Apat. Tenía el pelo recogido en la nuca y algunos mechones cayendo al descuido sobre su frente. Se supone que debía acercarme para decirle que la de los 40 kilos de salsa era yo. Las muchachas me prometieron el reino de todas las delicias a cambio de mi atrevimiento. Decliné la oferta alegando que el acento cubano no se me da bien y acepté mi reprimenda con humildad: “Es posible que las buenas no vayan al cielo, pero las pendejas… esas no verán la cara de Dios”.
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