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Por un país serio y en serio

Antieditorial
10 de febrero de 2014 - 03:00 a. m.

Clamaba días atrás el editorial de El Espectador por “seriedad” en los partidos políticos colombianos. Palabras más, palabras menos, ponía fe en el liderazgo de dirigentes políticos para organizarse y al final, con un optimismo no exento de ingenuidad, pedía dejar a un lado los “intereses personales” en pro de una Colombia mejor.

No sorprende que incluso un editorialista curtido y sensato como don Fidel “piense con el deseo”, pero pensar con el deseo no convierte la política colombiana en una política digna y no elimina la rapiña por los contratos públicos que retroalimentan “los pequeños intereses personales”. No será difícil cambiar el punto de vista y constatar que el éxito de la politiquería y de sus carteles de la contratación depende de la inexistencia de una ciudadanía digna y funcional que defienda sus pueblos, sus ciudades y su país como si de verdad comprendiera la forma en la que su sociedad y su nación le pertenecen.

Ciudadano no es quien tiene cédula, sino quien comprende cuáles son las reglas y las respeta, y, cuando le parecen injustas, se organiza y trata de cambiarlas. El experimento Mockus en Bogotá entre 1995 y 2003 iba por buen camino. Se trataba de una ciudad politizada desde su gobierno que enseñaba a sus pobladores a comportarse en las calles y a querer sus espacios y sus derechos, pero el trabajo quedó a medias y sus resultados en tiempos de internet siguen latentes esperando a convertirse no en una ola, sino en una cosecha que mes a mes genere el diálogo necesario para que todos contribuyamos a la solución de los problemas de nuestra sociedad.

La calidad de los partidos es consecuencia de la calidad de sus miembros, pero a sus dirigentes no les interesa tener una base de votantes educados, críticos y con iniciativas (léase “ciudadanos”), pues no podrían manipularlos con tamales o promesas de puestos para sus familias.

Cuando las redes sociales tienden a rechazarla o a desmentirla, la gran prensa en Colombia no puede seguir ajena a un nuevo deber de su época: contribuir a la formación de ciudadanía, ayudar a los citadinos a convertirse en ciudadanos brindándoles más información comprensiva y menos acumulativa. Valores como la justicia, la solidaridad y el respeto por las diferencias no pueden remitirse a las aulas escolares; deben estar en el día a día de las noticias, los reportajes, las crónicas y las columnas de opinión.

Los medios escritos o audiovisuales (multimedia press) requieren una ética comprometida con un mundo mejor, no con partidos mejores. Por supuesto: mejores ciudadanos, mejor sociedad, mejor mundo producen mejores partidos. He ahí el error de don Fidel, suponer que los partidos cambian la sociedad, cuando sólo son un síntoma de su malestar y será la ciudadanía la que los cambie o asista a su desaparición.

Una y otra vez se habla de la educación, pero definida desde los empresarios, desde los politiqueros, desde los curas; es más un discurso y menos un anhelo, ese sí, serio. Una educación para la democracia, para la ciudadanía, para un mejor país, requiere el concurso de todos con un apoyo destacado por parte de los medios. No basta una educación para leer y comprender lo que se lee (así ayudará en el Congreso), se requiere una educación para la dignidad, una educación que transforme la rabia en indignación, una educación como la que impartía Simón Rodríguez desde lo pedagógico o como la que proyectó seriamente López Pumarejo. No es mucho pedir, pero habría mucho por ganar.

 

 

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