Presencia a medias

Piedad Bonnett
20 de mayo de 2018 - 05:30 a. m.

El 14 de abril se anunció que 3.200 hombres del Ejército habían llegado a la frontera con Ecuador en busca de Walter Patricio Arízala Vernaza, alias Guacho. Un mes después se ha dado de baja a unos pocos de sus hombres, se ha incautado algún cargamento, pero Guacho sigue perdido y los cadáveres de los tres ecuatorianos siguen sin poder ser rescatados. No estoy hablando de ineficiencia de las fuerzas armadas, sino de otra cosa: para lograr la paz se necesita mucho más que acciones militares. Ya lo han dicho los líderes campesinos, los alcaldes, el gobernador de Nariño. Un habitante de Ocaña expresó así su sentir cuando supo que 12.000 efectivos fueron enviados al Catatumbo a enfrentar la crisis regional: “A nosotros nos atemoriza más que se meta el Ejército, porque ahí es donde sí se prende la guerra”. Por supuesto que enviar las fuerzas armadas es una de las formas que tiene el Estado de hacer presencia, pero lo malo es que su intervención sea siempre puramente reactiva, y no parte de un plan verdaderamente integral de recuperación e integración de las zonas históricamente olvidadas. Camilo Romero, el gobernador de Nariño, dijo en entrevista con Yamit Amat lo que todos pensamos: “Para mí hubo un error estratégico: no aprovechamos el momento de la paz para que el día uno de la desmovilización, cuando las Farc salían del territorio, llegara nuestra fuerza pública a ocupar esas zonas”. Y añadió: “Apenas en enero de este año se anuncia la Fuerza de Tarea Conjunta Hércules, con 9.000 hombres. ¿A qué llega? A una nueva guerra, porque el territorio ya había sido ocupado por otros grupos irregulares”.

Ese plan integral consiste, sobre todo, en inversión social. Vías, servicios, educación, salud, y, por supuesto, acción militar contra los violentos. Uno de los grandes problemas de implementación del posconflicto, por ejemplo, es que la infraestructura de esas regiones es prácticamente inexistente; como dijo un líder comunal de Macarena, Meta, “el atraso es tal que primero hay que construir los caminos para que entren los materiales”. Pero el problema es que la brecha entre el centro y la periferia sigue abierta. También lo sintetiza Romero: “¿Dónde está el Ministerio de Agricultura, que debería liderar el tema para saber con qué vamos a reemplazar ese cultivo ilícito? ¿Las tierras son efectivas para qué cosa? ¿Dónde están los técnicos, en el territorio o en un escritorio en Bogotá? ¿Dónde están las vías? ¿Dónde están las posibilidades de mercado? ¿Van a comprar los cultivos sustitutos de la misma manera como les compran la coca?” Me dice alguien que trabaja con reinsertados y víctimas en el Caquetá, todos ellos mutilados de guerra, que la situación es desesperanzadora. Que la sola tarea de demostrar que se es víctima está llena de escollos y dificultades. Y que los exguerrilleros se debaten entre la tentación de unirse a las disidencias y la posibilidad de un proyecto de vida para el cual no llegan las ayudas.

Lo que sigue faltando en los territorios en conflicto no es fuerza pública – que por supuesto se necesita cuando de narcotráfico se trata- sino más presencia del Estado. Porque, tal y como estamos, es posible que Guacho caiga, pero siempre habrá otro Guacho que lo reemplace en esas repúblicas de nadie.

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