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Pascual Gaviria
03 de junio de 2009 - 02:31 a. m.

LA HISTORIA DE LA CÁRCEL DE ABU Ghraib en Irak es un ejemplo perfecto de las trampas inevitables a las que se enfrentan los ejércitos vencedores:

una trampa para que el supuesto salvador termine siguiendo el manual de sacrificios del antiguo verdugo, una arquitectura hecha a la medida para que los agentes del gobierno Bush imitaran con imaginación propia los horrores de Sadam.

Abu Ghraib era la prisión más grande del régimen de Hussein en Irak, el principal motor de su poder, el más temido edificio del país, el coto de caza para las perversiones asesinas de sus hijos. La rodeaba un muro de cuatro kilómetros adornado con 24 torreones de vigilancia que imponían un perfil bien distinto a las siluetas de las mil y una noches. El ejército de Estados Unidos la acondicionó a regañadientes, sabía la carga simbólica que tenía el edificio y la desconfianza que inspiraría cualquier carcelero en su interior. Pero era lo que había en pie, era igual a la estructura de cualquier prisión en Texas y hasta tenía cerraduras Made in USA. Cambiaron el retrato de Hussein con su risa cínica por un cartel no exento de cinismo: “América es amiga de todo el pueblo iraquí”.

La primera impresión de los soldados norteamericanos era de irrealidad: “Parecía sacada de una película de Mad Max. Era sólo un montón de nada. Un montón de polvo, arena, animales salvajes, perros salvajes, unos gatos enormes. No había visto gatos tan grandes en mi vida. Y las arañas camello y las arañas areneras, las pulgas, alguna serpiente aquí y allá, de todo”.

La cárcel era todavía un campo de batalla iluminado todas las noches con morteros artesanales. Y las urgencias de la guerra, el odio que dejan los muertos de todos los días, la improvisación que convertía a un reservista, vendedor de cortinas en sus horas de civil, en carcelero de los supuestos insurgentes, la mentalidad de asedio que imponía Abu Ghraib iba envenenando la cabeza de todos, corriendo los límites, dejando el trabajo de la conciencia a las pesadillas.

Los ideólogos de la guerra también se encargaron de hacer su trabajo. Lograron sepultar bajo una maraña de directivas militares las obligaciones escuetas de la Convención de Ginebra, presionaron a los nuevos encargados con halagos y gritos para que obtuvieran información de inteligencia que permitiera actuar, hicieron desaparecer poco a poco la posibilidad de inocencia de los prisioneros. En un mes llegaron cinco oficios diferentes acerca de la manera de conducir los interrogatorios. Un abogado se habría gastado unas noches separando los alfileres de la paja, para los interrogadores armados de pastores alemanes el asunto era un poco más sencillo. Un consejero legal de la máxima autoridad militar en Irak deja claro el ambiente que se vivía: “La gente estaba al límite y bajo presión”. Las llamadas desde Washington tenían un único mensaje: “Producir, producir, producir. Todo el mundo quería respuestas”. Charles Graner, el gran protagonista de las fotos de Abu Ghraib, dice haber oído muchas veces una frase para sus procedimientos: “Lo estás haciendo de maravilla. Ayúdanos a conseguir información”.

El libro de Philip Gourevitch y Errol Morris, traducido al español como La balada de Abu Ghraib, se encarga de describir la lógica que fue llevando a los abusos, los procesos personales de cada uno de los protagonistas, el paso a paso de la negligencia militar y la permisividad oficial. Un guión minucioso para las fotos más famosas de la guerra en Irak. Una buena lectura comparada para entender nuestro camino hasta los falsos positivos.

wwwrabodeaji.blogspot.com

 

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