Productividad

Arlene B. Tickner
15 de abril de 2020 - 02:00 a. m.

En tiempos de cuarentena se ha vuelto extrañamente común escuchar a quienes todavía preservan su trabajo, preocuparse porque no han podido ser tan productivos como antes o jactarse de su mayor productividad, lo cual pone de relieve una de las patologías centrales de la condición humana contemporánea: desde la infancia, pasando por la niñez, la adolescencia y la juventud, somos socializados por distintas instituciones, entre ellas la familia y la escuela, para valorar la competitividad, el autointerés y la eficiencia como rasgos ideales.

La obsesión con la productividad se traduce en una presión permanente para maximizar el uso del tiempo con miras a sacarle mayor “utilidad y provecho”. Si bien el deterioro creciente en la salud física y mental que esto ha generado entre amplios sectores de la población mundial ha llevado a algunos países, como los escandinavos, Australia y Nueva Zelanda, a acortar las horas de trabajo legalmente permitidas, este tipo de decisión obedece generalmente a un criterio similar de eficiencia. Incluso, cuando no estamos trabajando laboralmente, sino haciendo deporte, mercando, cocinando, leyendo o compartiendo con nuestros seres queridos, solemos realizar dichas actividades de forma inconsciente con el mismo criterio “efectista”. La contracara es que muchas veces consideramos una “pérdida de tiempo” realizar actividades simplemente porque nos resultan placenteras o nos hacen felices.

Para Wendy Brown, la condición descrita es resultado del capitalismo neoliberal, que la teórica política entiende no solo como un conjunto de políticas o una ideología, sino, más importante aún, como un tipo de racionalidad política que permite gobernar todas las esferas de la vida humana. Una de las consecuencias del neoliberalismo así definido es que incluso aquellos espacios que no generan riqueza en estricto sentido, tales como la educación, el ocio o las relaciones sentimentales se constituyen según las lógicas del mercado, se administran con sus mismas técnicas y se someten a sus métricas de evaluación. Por ejemplo, mientras que el valor del ejercicio físico ha llegado a asociarse con un bienestar necesario para aumentar la productividad laboral, en el mundo universitario los escritos académicos se consideran productos cuyo importe se mide en números de citaciones y mejorías en los rankings globales. A su vez, el éxito en redes sociales se tasa en números de seguidores y likes. La racionalidad neoliberal también inculca una forma distinta de subjetividad en la que los individuos son “capital humano” que debe cuidarse permanentemente para mantener su valor presente y futuro. Finalmente, cambia el sentido de los valores, tales como igualdad, justicia o compasión, de un registro ético o político, a otro económico.

A raíz de lo anterior, tal vez no debería sorprendernos que aún en una coyuntura en la que la vida y el tiempo parecen estar en pausa, el mantra de producir sigue operando, si es que no se ha intensificado. Se trata de un poderoso testimonio de cuan honda es nuestra interiorización de la racionalidad gobernante y cuan amplia la normalización de las lógicas del mercado, hasta el punto de que la producción de bienes y servicios para la economía y la producción de la vida misma, incluyendo el tiempo “libre” se han vuelto parte integral de un mismo proceso.

 

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