Rabo de ají

Protección violenta

Pascual Gaviria
27 de noviembre de 2018 - 09:35 p. m.

La operación es lenta, paso a paso, con modales de legalidad, uniforme y reporte diario de vigilancia. La intimidación se ejerce a cierta distancia, de forma sutil, con la mirada sórdida desde un carro con vidrios polarizados. Es una estrategia innovadora para la extorsión en el estrato seis. Los vigilantes se paran en la cuadra desde las seis de la tarde, saludan con cortesía aunque no pueden disimular que visten un disfraz, que les estorba el cuello duro de esa camisa recién cosida. Luego comienzan a deslizar “informes de supervisión” debajo de las puertas de los restaurantes o en los buzones de los apartamentos. Una sencilla bitácora de vigilancia que comienza con un “pasamos revista” y termina con un “sin novedad”. Tiene el nombre y la cédula del rondero, pero el apodo de la “empresa” de vigilancia es ilegible. Luego insinúan el monto del cobro, $65.000 semanales. El jefe se presenta como expolicía y reclama por los comentarios calumniosos de algunos “clientes” sobre su compañía. Los nuevos vigilantes conversan animadamente con los policías del sector. El comandante de la estación en El Poblado insinúa que esa gente es peligrosa y recomienda no recibir sus papeles. Vienen los operativos del Gaula y los celadores no desaparecen, pero cambian sus trabucos por un simple bolillo. La policía oscila entre la camaradería y la severidad. Es difícil saber cuál es la relación entre los institucionales de uniforme verde y los guardianes recién llegados de uniforme azul. Venden un servicio de acecho, se trata de provocar zozobra, de proveer una “inseguridad segura”, de vacunar contra el miedo que ellos mismos provocan.

La extorsión ya casi abarca la ciudad completa. Un estudio hecho entre 2014 y 2015 por la Secretaría de Seguridad en 247 barrios y 61 veredas mostró que en el 80 % de los territorios visitados se hacen cobros extorsivos. La práctica comenzó a finales de los 80 con la consolidación de las milicias en algunas comunas de la ciudad, lo llamaban impuesto de guerra, “para mantener el barrio limpio”, y lo cobraban sobre todo al sector formal. Luego los paras y más tarde las bacrim fueron ampliando el control, las modalidades de cobro y las puertas en las que se cobra el “tributo”. Los combos se hacen cargo de la logística. Los más jóvenes pasan cobrando el aporte “voluntario” por seguridad. Se hacen rifas forzadas, se venden productos forzados, se cobra por dirimir peleas de vecinos, se imponen multas por violencia intrafamiliar, se consolidan monopolios para la venta de arepas y huevos en las tiendas. Hay que pagar por la seguridad del carro o la moto, por la reforma de una casa, por tener un perro… Simplemente por usar el espacio. Pagan las viviendas, los negocios, las Juntas de Acción Comunal, los contratistas, los transportadores, los vendedores informales y hasta los habitantes de calle, 700 pesitos por armar el cambuche. Incluso han aprendido intuitivamente eso de la necesaria progresividad de los tributos. Se ha convertido en un cobro natural, un impuesto (esta vez el nombre no puede ser más preciso) para “los muchachos”, una cuota de la que muy poco se habla. Las denuncias son una anomalía, no hay confianza en el Estado y la policía muchas veces es cómplice silencioso. El año pasado hubo 412 denuncias por extorsión en Medellín. Una cifra ínfima frente al control territorial, la imposición de normas de convivencia y la obtención de rentas por parte de ese Estado precario y paralelo que se consolidó en los barrios. La defensa más corriente contra la extorsión es ahora el desplazamiento que crece año a año. En las laderas de Medellín sí saben cómo se cocina y se cobra una reforma tributaria.

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