Protestas antitaurinas en Bogotá

Columna del lector
12 de febrero de 2017 - 08:10 p. m.

Por Enrique Uribe Botero

Soy vecino inmediato de la plaza de toros de Santamaría desde hace 25 años. Diría que los movimientos antitaurinos en Colombia pueden coincidir con el retiro de César Rincón. Cuando nuestro gran matador era ídolo nacional, incluso objeto de telenovelas con protagonistas de primera línea como Fernando González Pacheco, estos no existían. Los últimos que se vieron antes del cierre de la plaza no pasaban de unas 50 personas apostadas en la plazoleta de San Diego, con sus arengas, pancartas y a veces violentos calificativos del tipo “asesinos” a los pasantes, pero nadie se vio agredido físicamente.

La llegada de G. Petro a la Alcaldía de esta ciudad con ocho millones de habitantes hizo oficial y, como se dice hoy, viral el discurso antitaurino, acompañado, por supuesto, de los señalamientos a las 10.000 personas mayores que a las corridas asisten de ser crueles, asesinos y demás (léase, hijos de puta, con todo el respeto que me merecen las mujeres que se ven obligadas a sobrevivir por cuenta de esta cruel actividad). No hubo corridas. No deja de ser curioso que un alcalde prohíba a 10.000 personas mayores un espectáculo porque a él no le gusta, pero digamos que gobernantes autoritarios, arbitrarios y prohibicionistas (no fue lo único que prohibió este “humano” alcalde) siempre han existido y existirán. El asunto es que el alcalde no se contentó con cerrar la plaza, se encargó durante los cuatro años de su gobierno de someter al escarnio público a los aficionados, sirviéndose además de un discurso clasista y discriminatorio. Un argumento que nunca le faltó fue que era un espectáculo de élites, lo cual, dicho sea de paso, no es necesariamente cierto, como si las élites no solamente no tuvieran derechos, sino que, por el hecho de serlo, eran los que en sus tiempos de guerrillero representaban a los “enemigos del pueblo”.

Válido tal vez en boca de un guerrillero, pero ya no de un gobernante, en cuya calidad está obligado a gobernar para todos, toditos, todos. Inclusive para quienes desprecia, pero que a la vez quisiera imitar. O acaso él vive como vive el expresidente del Uruguay Pepe Mujica.

Temporadas taurinas hay en Medellín, en Cali, en Manizales y en Bogotá. En estas ciudades, como en el resto de las que en el mundo se hacen corridas de toros, hay movimientos antitaurinos y personas que protestan a la entrada y salida de las plazas de toros, pero lo que pasó en la primera corrida en Bogotá no tiene precedentes en el mundo entero. Tengo ventana con 360 grados de vista alrededor de la plaza.

Honestamente, demos gracias a Dios que no pasó a mayores, dada la cantidad de papas bomba que explotaron principalmente sobre la Quinta y en el parque de la Independencia, además del enorme número de energúmenos que, según el exalcalde Petro, infiltraron la protesta pacífica.

Se dice que fueron provocados por la Policía. Nada más falso. Que hubo excesos, sí. Vi las fotos de un salvaje, porque no se puede llamar de otra manera, miembro del Esmad disparándole un no sé qué a un muchacho en la cara. Que entiendo fue retirado de la Policía y está siendo judicializado. Eso, aunque no tiene explicación de ningún tipo, son riesgos que se corren cuando la confrontación pasa de los gritos al maltrato y la agresión física. Quema de sombreros de los asistentes, de sus botas, escupitajos e incluso patadas en la cara, como la que dejó a un señor inconsciente en el Centro Internacional y, claro, las papas bomba. No sobra señalar los motivantes gritos de: “Petro sí, toreros no”, “Petro, amigo, el pueblo está contigo”, “Fuera Peñalosa”, “Peñalosa hijueputa”, alternados con: “No más olé” o “Ahí están, asesinos sin razón”. O simplemente: “Asesinos, asesinos”.

Con lo dicho anteriormente quiero probar que si durante los cuatro años de su gobierno y todo el 2016 Gustavo Petro no hubiera criminalizado a los aficionados a la fiesta brava, la apertura de la temporada no hubiera tenido las consecuencias ni las proporciones que tuvo. Entiendo que hay demandas de aquí para allá y de allá para acá.

Ya los jueces desdirán, pero, a mi noble saber y entender, el exalcalde Gustavo Petro sí tiene una muy seria responsabilidad en lo ocurrido el 22 de enero en Bogotá. ¿Por qué las protestas antitaurinas en las demás ciudades de Colombia no tuvieron las consecuencias ni la magnitud que tuvo la reapertura de la plaza de Santamaría? No creo que el frío bogotano haga más violentos a quienes vivimos aquí, o las montañas que nos tutelan sean elementos provocadores de violencia, o que ese 22 de enero la séptima casa de Marte pasó sobre Venus, afectando el comportamiento de quienes no gustan de los toros. La única explicación posible que encuentro (oigo propuestas) es la presencia y el discurso de odio que Petro profesa hacia las élites y que lo materializó en los aficionados a la plaza de toros. Lo trabajó durante cinco años. No dudo de que las pruebas serán fáciles de recoger para quienes estén interesados en estos juicios.

Los perjuicios ocasionados a la ciudad son enormes. El más grave de todos es que afectó la convivencia, la tolerancia y el respeto entre los bogotanos. Minó la confianza y puso en riesgo la seguridad. Hoy, la plaza de toros escasamente se llena a la mitad, lo que mina no sólo los ingresos que el Distrito deja de percibir por el uso de este bien, sino que afecta a cientos de comerciantes que hacen su agosto en estos siete domingos del año. Amén de los costos en que se tiene que incurrir para garantizar la seguridad de los asistentes.

Costos de los cuales también se ha quejado el exalcalde Petro, como si proteger una vida tuviera precio. Se hacen cuentas, sin datos precisos, claro, de lo que costó por asistente la protección policial. Estas cuentas como ser humano me duelen especialmente. Sí, quisiera saber cuál es el límite en pesos que tienen los que hacen estos cálculos para proteger la vida de un ciudadano.

Creo que el cierre de la plaza de toros tal como lo concibió y lo promueve el exalcalde Petro tiene consecuencias muchísimo más graves que las de privar a un puñado, cada vez menor, dicho sea de paso, de aficionados a ver sus siete corridas al año. Es una pésima lección de autoritarismo y desconsideración con unas personas que ven el espectáculo de la tauromaquia con una óptica diferente a como lo ven sus críticos.

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