¡Púdranse, corruptos!

Reinaldo Spitaletta
25 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

De las primeras situaciones adversas de las que se entera Joseph K., protagonista de El Proceso, de Franz Kafka, es de la corrupción infinita de los funcionarios. Hay un modo de ser, un estilo de oscuridad, una especie de manía sin límites de actuación perversa y pervertida de la burocracia, de la presunta justicia, de los encargados de la vigilancia, que aterra. Y así se va constituyendo el absurdo. Traídas estas situaciones de la perturbadora ficción kafkiana a nuestros viciados aires, podemos quedarnos sin respiración.

Se dirá que la corrupción es antigua, de vieja data, que nos llega casi por genética. Y, en gracia de discusión, digamos que es histórica. Que en los tiempos coloniales, con las instituciones de la Corona, todo se compraba y todo se vendía, en virtud de la obtención de la shakesperiana “vil ramera de los hombres”: el oro. Y los puestos del cabildo se subastaban. Y había un mundo proclive a los desafueros fiscales, a quedarse con los ejidos, a manipularlo todo para conseguir prebendas y canonjías.

No es gratuito que cuando alguien dice “Colombia”, la percepción inmediata es la de la corrupción sin límites. Somos corruptos desde los días coloniales, desde la Independencia, desde la república, más que todo republiqueta bananera, cafetera, cocainera. Y ahí estamos. Plantamos en el ejercicio permanente de los desfalcos públicos, los fraudes electorales, las coimas a granel, los contratos viciados, las extorsiones y sobornos, el amiguismo, el nepotismo…

Un país con una tradición vergonzosa de corruptelas, en la que hay que incluir la desaforada compra de votos; la compra del cambio de un “articulito” de la Constitución por notarías; el reparto e intercambio de puestos; el tráfico de influencias y un enorme catálogo de la lepra con la que se desfonda el Estado y se naturaliza la corrupción sin límites. Hay clientelismo político, clientelismo mafioso, clientelismo de mercado. Y en medio de la porqueriza, los dones y “pro hombres” de la politiquería se yerguen como iconos de semana santa, a los que hay que batirles ramos e incienso.

Y van saliendo los reyecitos, los emperadorcitos, los que se ríen por las medidas antipopulares que desgranan sobre los hombros de los pobres, los que creen que deben ser objeto de adoración porque manejan a su antojo el fisco, la nación, los hilos del poder. Y pueden poner una marioneta como presidente y a algún bobalicón como ministro. Todo vale para estar en la cima.

Lo peor es que no pasa nada. Nada de fondo. Como no ha pasado con las maniobras malolientes de Odebrecht, Reficar, con los miles de carteles (el de la hemofilia, el del papel higiénico, el de la comunidad del anillo, el de los cuadernos, el del cemento…), con los desfalcos a Colpensiones, a Ecopetrol, con Agro Ingreso Seguro. No joda. Es imposible citar la inmensidad de casos, incluidas las “chuzadas”. Un mar de podredumbre.

Las declaraciones de la excongresista Aida Merlano, protagonista de una fuga cinematográfica y cuya captura en Venezuela ha puesto al presidente colombiano como un hazmerreír internacional (al solicitar la extradición a Juan Guaidó) y a Maduro le dio —así parezca increíble— categoría de estadista, aunque no revisten novedad alguna, sí forman parte de una larga enfermedad, a la que hay que sumarle una impunidad infinita.

Ya es fama de que se trata de un país manejado por caciques y otros gamonales, por mafiosos y dueños de la clientela. Compran votos y hacen lo que se les da la gana, sin ley, sin castigo, sin asomos de vergüenza. La prófuga Merlano, entre su cauda de señalamientos, dijo que el empresario Julio Gerlein, junto a la familia Char, de Barranquilla, compraron votos para la campaña presidencial de Iván Duque en la segunda vuelta. La “inversión” en la compraventa de votos habría sido de seis mil millones de pesos, más una “recolecta” que los mandamases barranquilleros hicieron entre contratistas.

Esos asuntos de baja estofa son apenas muestras de lo que ha sido el eterno camino de la corrupción en un país sin transparencia, sin ética alguna, sin seriedad en su manejo. “Tener un Estado decente es un derecho humano central”, han declarado algunos pensadores, como el holandés Frans Geraedts. “Al fin y al cabo, sin un buen funcionamiento del Estado sus ciudadanos difícilmente pueden hacer valer todos sus demás derechos”, agregó.

La corrupción no es solo una consecuencia, un efecto pútrido de un sistema descompuesto, sino que puede ser la causa de su decadencia. Es lo que se advierte en Colombia, un país que se cocina en los propios excrementos de los corruptos. Esperemos que esa forma pecaminosa, delictiva y proterva de tener la corrupción como bandera, logre algún día tornar en podre, en pus, a los que la promueven y ejecutan.

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