Qué aviso, Dios mío

Lorenzo Madrigal
12 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.

Sabemos que es pagado -pudieron ser 300 millones-, pero que El Tiempo conceda tan generoso espacio como el que desplegó el domingo hace ocho días para el candidato a la Alcaldía, Miguel Uribe Turbay, es bien diciente de sus preferencias, tantas veces definitivas en elecciones. Cómo negar el gran poder que el alma de Eduardo Santos ha tenido sobre más de medio siglo en la República de Colombia.

Y el caso ahora es de un Turbay, importante apellido en la vida nacional, la verdad amable para mí. Aunque combatí por años a Julio César Turbay, no olvido su gruesa mano saludando, como saludó a medio mundo para llegar a donde llegó, sin ofender, remando con la corriente, no importa si flotando al impulso de otros. Pero cómo negar que él también impulsó e hizo el trabajo de a pie para muchos que como los dos Lleras debieron reconocerlo (Lleras Restrepo a regañadientes), cuando la hora era suya y su momento había llegado.

Tenemos a Miguel Uribe Turbay, directo e indiscutible heredero. Continuador de estirpes, de lo cual Colombia no va a salir fácilmente. Trabajador, si se quiere, silencioso, fiel a su jefe. Peñalosa se desempeñó con seriedad; cierto, antes lo habíamos combatido, tal vez por su arrogancia de la primera salida. Ofendió su desatención a la Cámara de Representantes, llamado a cuentas en el asunto aquel de los bolardos. Es que comenzó a civilizarnos para que nos pareciéramos al primer mundo donde él nació, pero empezó por un detalle que hubiera podido ser el último. Caso cerrado.

La ciudad tuvo un hombre serio, después de Petro el arengador de izquierda. La Policía debió hacerle parada de saludo a quien combatió la legalidad y el orden público. Reelegido Peñalosa, fue volver al esfuerzo por una ciudad que quiere salir del caos, abatida por un progreso sin dirección ni programa. Bien que mal el chico Turbay conoce lo que se está haciendo y puede continuarlo. Se abrirá de paso una carrera política desde un centro ideológico moderado y tranquilo. ¿Quién, si no Turbay Ayala, solucionó con maña y paciencia el caso de la embajada de República Dominicana, cuando todo iba encaminado a una horrible masacre como lo fue el Palacio de Justicia, años después?

Sí que es necesario, para este tiempo de honda discrepancia, algo de calma, de la paz que tanto se predica ofendiendo. Añoro aquella sabiduría amable de los comerciantes de telas y abalorios de la carrera Séptima, anterior al 9 de abril, inmigrantes de tez cetrina y fuertes narices. Época que fue también la de aquel político (no lo estoy confundiendo con un comerciante de telas fenicias) que fuera Gabriel Turbay Avinader, el impecable ciudadano del Hotel Granada, frustrado presidente del año 46. El mismo que para este columnista reviste de ensueño una década, la de los años 40 de una capital pobre, pero señorial.

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