¡Qué clase de moral, nuestra moral!

Mario Méndez
07 de junio de 2018 - 04:45 a. m.

Un episodio interno de la Universidad Nacional y que ganó la calle para difundirse en forma inatajable, gracias al papayazo que aprovechó un videógrafo oportuno y vivo, refleja la moral –¡cuál moral!– del país. Para hacerse oír por los estudiantes de Artes, el rector Antanas Mockus tuvo una de sus geniales salidas: se bajó los pantalones y mostró su andamiaje nalgatorio (iba a escribir “culo”, pero me arrepentí). Aplicando un principio de psicología social, consiguió así que su auditorio quedara en silencio y lo escuchara.

Aquel fue el comienzo de la jamás buscada vida política de este admirado y exótico personaje que llegó a la Alcaldía de Bogotá a repartir pautas de comportamiento ciudadano en un cuatrienio trunco, con otro período años después. Dentro de los factores que le oponían sus rivales y sus seguidores, Antanas tuvo que luchar contra una idea que la gente insulsa repetía como un espejo sonoro. Se decía entonces: “Yo qué voy a votar por un tipo que muestra sus groserías corporales delante de los estudiantes”. Así se le quiso descalificar, apelando a un argumento bobo.

Como lo dijimos en su momento, era hasta gracioso que la gente tonta se mosqueara por un hecho así, mientras en la cotidianidad del país no se le altera un músculo ante los procederes de algunos ladrones investidos de poder político. ¡Esa es la moral que se ha instaurado en la población masificada y bobalicona! Indulgente frente a hechos repugnantes de sus “modelos” en la política, pero indignada por un incomprendido destello de inteligencia, sólo porque tiene que ver con el cuerpo, del que, en el fondo, siente vergüenza: un preocupante rasgo cultural que debe mover a los antropólogos.

Así se presenta la seudomoral de los grandes grupos sociales, que no sienten asco por sus conductores más visibles, hasta el punto de no ocultar una suerte de fascinación por el malabarista politiquero y una nada oculta admiración por el jefe “pantalonudo” que es capaz de desmontarse por las orejas, en tanto que el hombre ponderado, honesto, recto, no pasa de ser un buen señor que no despierta pasiones, como sí lo hace aquel que pisa los terrenos del cinismo.

Esa constante social que nos retrata tan mal ante el mundo –y debiera llamarnos a hacer un alto reflexivo– maltrata la sensibilidad de quienes se muestran incapaces de aprovechar la papaya partida y servida porque sus resortes morales no les permiten aquel tipo de transgresiones.

Estamos, sí señores, ante un grave problema cultural. Desde hace un buen tiempo, nuestro pensamiento como pueblo tiende a valorar negativamente lo constructivo, negándolo como elemento de crecimiento personal y social. Hemos interiorizado –asimilado– como bueno y bacano todo lo que una sociedad sana debiera repudiar sin dudarlo. ¡No quisiéramos tener que admitir que somos una nación enferma!

Tris más. En un país realmente civilizado, donde se rechace normalmente lo torcido, ciertos personajes no pasarían los más leves filtros para ingresar en el mundo de la política, entendida una vez más como la enaltecida actividad pública que aquí hemos prostituido.

* Sociólogo, Universidad Nacional.

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