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¡Qué cosa más horrible!

Lorenzo Madrigal
31 de agosto de 2020 - 05:01 a. m.

Fuera de decir: ¡qué horror!, ¡qué espanto!, no se le puede pedir a un comentarista que encuentre otras palabras para referirse a los homicidios colectivos de ejecución simultánea (circunloquio eufemístico reciente por masacres) de decenas de jóvenes en el sur del país. Y no es que no se encuentren otras palabras, es que no las hay.

Se dibujan calaveras, también yo lo habré hecho. Pero no me simpatiza el tema, que familiariza con la muerte y solamente cumple con una inocua denuncia y con el ataque al Gobierno, que es obligatorio. ¿Puede alguien pensar que el Gobierno está matando?, ¿que, como se ha vendido por Europa, el Gobierno nacional es el de una republiqueta asesina y atrabiliaria y que por eso las revueltas tienen un origen legítimo, como lo divulgaron por el universo mundo los llamados embajadores de las extremas armadas?

¿Tiene el Gobierno tropas suficientes para controlar, lo que ninguno ha podido, un país tremendamente grande, sin presencia oficial, además de montañoso y escaso de vías? No hay tanto lloro por la juventud o por los líderes perseguidos, cuanto para ajustarse al sesgo de izquierda y denunciar al que no es.

Lloramos muchos en silencio ante la alegría rota de la juventud o viendo a las madres y hermanas asidas al féretro del hijo de la casa, inerte y sin la chispa vital, por decisión infame de una muy mala gente que no sabe uno cómo vino a nacer en este país. No repito la frase que salió del llanto de César Augusto Londoño el horrible amanecer del 99, cuando supimos del asesinato de Jaime Garzón, amigo de todos. De la cama salí con dirección a la casita de San Diego para encontrarme con los más cercanos y saludar a doña Daisy, la dolorosa y endurecida madre de muchos pesares.

Si Duque llegó a los ocho días a Samaniego y no al día siguiente, ¿tiene eso importancia? De cualquier modo hubiera llegado ex post facto. Digamos que se hallaba curando a un enfermo, que es su país y le matan a mansalva a sus jóvenes, producto de los incontrolables odios que vinieron con las guerras, con la guerrilla y una paz mal pactada pero de figurín y medalla noruega, en fin, con el viejo enervamiento entre el Sí y el No, que describe en su libro Alberto Casas con sin igual gracia, pero muy en serio. Brecha que data, para el conversador (sic) bogotano, de los remotos tiempos del florero.

Imaginemos el país del siguiente período presidencial. Petro en el poder, la Constitución a punto de romperse por todos sus costados; quien robó las armas del Cantón, necesitándolas para estabilizar su gobierno. Pero no, pensemos mejor en Fajardo: me pregunto si habrá tantos que lo quieran para tolerar su desgano, y no pocos echarán de menos al buenazo de Duque, a quien no se le perdona ni que le rece a María Santísima, lo que no está en la Carta, pero sí en el alma del pueblo.

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