¿Qué diablos significa ser progresista hoy en día?

Carlos Granés
13 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Debería ser bastante claro: el progresista es quien no le teme al cambio social porque considera que siempre hay algo que se puede mejorar. Sin embargo, el asunto ya no es tan sencillo. Hoy pasa por progresista una actitud totalmente opuesta, la conservacionista, la que de quienes rechazan las vacunas, prefieren las curas espirituales a las científicas y privilegian el bucolismo a las ciudades. Son personas que rechazan el cambio y se dicen progresistas, por una razón. Porque la crisis climática y la globalización han despertado un culto popular por el ecologismo, el espiritualismo y las identidades vernáculas.

El asunto se enreda aún más. Suele creerse que el progresismo es un asunto de la izquierda, si acaso de los liberales, pero desde hace unos años la derecha populista viene adoptando actitudes rebeldes y antisistema con las que aspira a mostrarse mucho más de avanzada que la mojigata y políticamente correcta izquierda contemporánea. Gavin McInnes, por ejemplo, pasó de cofundar una revista progresista de izquierda, Vice, a liderar los Proud Boys, una organización de hipsters ultraderechistas que trasgrede los consensos morales del establishment. Además de rebeldes, se creen progresistas, vanguardistas como mínimo.

Y qué decir de la izquierda identitaria, que ha renunciado a pensarse por fuera de la raza, el género o la nacionalidad. Estas nuevas fuerzas sin duda reivindican a poblaciones que han sido denigradas. Piden cambios sociales, apertura, derechos. Pero limitan sus luchas al colectivo con el que se han fundido. Encerradas en estos compartimentos estancos, no contribuyen a la unión social sino a la fragmentación. No aspiran a que los derechos que reivindican se generalicen; más bien tienden a dividir al mundo entre opresores y oprimidos, y mientras para los segundos exigen compensaciones, para los primeros piden reeducación y oprobio, además de una dosis de corrección política y de autocensura, justo lo que hace brotar los colmillos de los de la derecha populista, Proud Boys incluidos.

La misma lógica funciona con los nacionalismos y los regionalismos periféricos, que también se piensan como identidades sojuzgadas. Incluso permite que algunos individuos, por lo demás privilegiados, se asuman como víctimas sólo por su pertenencia a una identidad señalada. Los líderes del independentismo catalán, por ejemplo, se dicen víctimas mientras cobran sueldos superiores al del presidente de España. Claro, víctimas que además no quieren dejar de serlo, porque ese rol les otorga una posición de fuerza que se traduce en privilegios.

Si bien la defensa de las identidades señala prejuicios e injusticias, tiene un horizonte limitado. Es más reivindicativa que igualitarista, más belicosa que reparadora, tiende más al gueto que a la universalidad. Por eso prefiero otro tipo de progresismo que rehúye de la adhesión identitaria y en cambio busca la afiliación a corrientes emancipadoras más amplias: la ciencia, que nos libera del más horrible cepo —la muerte prematura—, y la razón universalista, que intenta igualar en derechos y obligaciones a poblaciones enteras, sin tener en cuenta nación, raza o sexo. Ciencia y razón, libertad e igualdad son causas progresistas, pero a ver si hay algún partido que hoy las defienda.

 

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