Sombrero de mago

¿Qué es Colombia?

Reinaldo Spitaletta
04 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

¿Qué es Colombia? En realidad, no es un acto de fe, como se proclama del “ser colombiano” en Ulrica, un cuento de Jorge Luis Borges. No es un sueño de Simón Bolívar, al que su aspiración de un país de fraternidades se la distorsionaron y erigieron en una republiqueta, con príncipes feudales, con clérigos a favor de los terratenientes, con una educación confesional… Colombia, en esencia, es un país desigual (uno de los más inequitativos del mundo, según el Coeficiente de Gini), en cuya historia de perplejidades siempre ha estado presente la violencia como un mecanismo perverso de resolución de conflictos.

Como en La Vorágine, bella y dolorosa novela de denuncia, cuya entrada es inolvidable, como también lo es el resto de la obra, en Colombia, digo, uno se puede jugar el corazón al azar y se lo gana la violencia, como le sucedió a Arturo Cova. ¿Qué es este país extraño, en el que hubo un Concordato centenario, cuyas emanaciones todavía se prolongan, y que no ha podido convertirse nunca en un Estado laico? Somos una enorme extensión de tierras que pertenecen a unos pocos y que el proyecto paramilitar, cuyos albores se establecen en los 80 del siglo pasado, volvió una contrarreforma agraria. Los mejores lotes han sido para la ganadería, cultivos de palma africana, para el ejercicio del poder despótico sobre las mayorías despojadas. Y para crear fosas comunes, para forjar un poder espurio basado en el terror. Un país que jamás ha tenido una reforma agraria, que carece de soberanía alimentaria y, peor aún, de otras soberanías. Un coto de caza de Washington. Una neocolonia. Eso es Colombia.

Sometidos por magnates, por intermediarios del capital extranjero, por una oligarquía, que se ha mantenido como un club de exclusividades de familia, los colombianos, es decir, aquella ficción llamada el pueblo, ha estado avasallada por una minoría. Ha sido, y la historia así lo comprueba, un país en el que el crimen, el borrar al otro, al opositor, ha estado a la orden del día. Magnicidios a granel, como el de Jorge Eliecer Gaitán y como el de Rafael Uribe Uribe, que, tras la guerra de espanto de los Mil Días, arrió las banderas del liberalismo. Esta doctrina se conservatizó desde hace años y ha sido parte esencial del dominio de unos cuantos sobre los hombros de los olvidados.

Es un país de exclusiones y prolongadas violencias. A mediados del siglo XX, la barbarie liberal-conservadora asoló los campos y convirtió a las nacientes ciudades en un hacinamiento de los sobrevivientes. Y el Frente Nacional, una alianza de las élites en el poder, no tuvo en cuenta a otras expresiones políticas. Nada de terceros partidos ni de disensos. Nada. Y la violencia continuó. Los 60, con el surgimiento de guerrillas, con bombardeos a las autodefensas campesinas, apoyado el fuego celestial por los Estados Unidos, siguió sembrando de llamas los campos en los cuales —pese al poeta— ya el verde no era de todos los colores.

Los 300.000 muertos de la Violencia se prolongaron con nuevas masacres, con el terror en montes y urbes. Y a todo aquel desangre se le sumó el ocasionado por las mafias del narcotráfico que, a partir de los 70, se establecieron con todo su tropel de sicarios, de narcoterrorismo, de poder al que, como se sabe, también cedieron los banqueros, los potentados, porque, ante todo, las ganancias eran pingües para unos y otros.

¿Qué es Colombia? No es, como lo dijera, con algo de demagogia, o quizá a guisa de cumplido, el gran poeta Rubén Darío, una “tierra de leones”. Más bien ha sido —al tiempo que a las mayorías se les mantiene en la ignorancia y se les domestica— una tierra de desalmados. El bandidaje mayor ha sido el de los oligarcas y sus representantes políticos. Una especie de ley, medio estrambótica si se quiere, ha sido que cada presidente que se elige es peor que el anterior. La historia da fe, con creces, del aserto. El de ahora, un pelele, un sirviente del imperialismo estadounidense, una ficha deplorable del uribismo (y, en general, de la élite corrupta que domina a placer la nación), ha tenido en su contra la resistencia civil de trabajadores, estudiantes, clases medias, artistas…

La represión, además de la aprobación de reformas antipopulares, ha sido el expediente principal de Iván Duque contra los explotados y oprimidos. Estos, a pesar de todo, han ido construyendo modos de la desobediencia.

Colombia es una distopía, una aberración, un solar de señores feudales y de los intereses de organismos como el FMI, el Banco Mundial, la Ocde… Una heredad de sátrapas y criminales, de desvergonzados hampones empotrados en el Estado y el gobierno. No somos ningún acto de fe los colombianos. Un país trágico. ¡Ah!, y si no fuera por tantas miserias y atentados contra la dignidad humana, seríamos también una comedia lamentable.

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