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¿Qué está pasando con la muerte?

Lorenzo Madrigal
29 de junio de 2020 - 05:00 a. m.

La muerte, como tal, se está acabando. Se está pareciendo más a la desaparición. En un tiempo se prefirió esta palabra a la palabra “muerte”. Recuerdo que en los obituarios de los periódicos se hablaba de “una lamentable desaparición”, para despedir de este mundo a una personalidad pública. Uno de niño leía esto y se imaginaba que se trataba de un acto de magia, que la gente desaparecía y posiblemente volvería a aparecer.

Pero hoy se asemeja más a una desaparición forzada, como el delito recientemente tipificado. Empezando porque todo muerto corre hoy el riesgo de ser catalogado como fallecido por COVID-19 y desaparecer para sus dolientes; es el caso de no hacerle exequias o acaso clandestinas, y lo que se entrega a los deudos es una cajita con el difunto hecho físico polvo dentro de ella, tal y como se lo anunciaron durante la Semana Santa que habría de sucederle.

No se pudo ver al difunto. Aquel rostro, que muchos prefirieron no mirar, y yo siempre miré, perfilado, hierático, estatuario. No es un recuerdo, es su mismo ser abandonado, deshabitado, como la ropa del día anterior. En otra época, en Bogotá, antes de que pasara mucho tiempo y, claro, en determinados casos, se le pedía a Hena Rodríguez (notable escultora) que hiciera la correspondiente mascarilla, destinada a reproducir el rostro del desaparecido, primero en yeso y luego en algún otro material más noble.

Así tengo claro mi recuerdo de haberme asomado en puntillas al catafalco de mi tío médico (el cirujano Gil J. Gil, rector que fue de la Universidad de Antioquia) y de haber visto el resultado de la mascarilla —no de Hena, aunque la relacioné con el tema—, mascarilla en bronce que aún debe estar en el mausoleo respectivo del cementerio de San Pedro, en Medellín, como también en el hospital de Yarumal, cuna de mis mayores.

En alguna columna anterior había pedido piedad, en el sentido más clásico de la palabra, en estos tiempos rudos de pandemia y de decisiones draconianas que se toman al huracán de los acontecimientos. La reclusión de los ancianos y de los que aún no lo son, pese a la suma de sus años, fue uno de mis rechazos, como lo es ahora la impiedad de alejar al moribundo de toda cercanía y al fallecido de un piadoso servicio mortuorio.

Se dirá, una vez más, que lo importante es la vida de los que quedan, con mayor razón tratándose de jóvenes: estos a la vida y el difunto al hoyo y más aún si llegó a la mayor edad.

***

Aparte del macabro tema, pienso con respeto que el señor presidente no debería desgastarse más en la tele. Su ministro de Salud es el médico domiciliario del país. Ya el señor Duque, jefe de Estado y presentador bien visto por la audiencia, se despide diciendo: “Y hasta mañana, a la misma hora”.

 

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