“No puedo respirar”

Columnista invitado EE
03 de junio de 2020 - 09:15 p. m.

Por: Diego Beamonte

Los últimos días nos han permitido ver un reflejo de lo mejor y lo peor de la sociedad. El asesinato de George Floyd, el más reciente en una serie de injustificables actos de violencia racial en Estados Unidos, ha suscitado incontables muestras de hermandad que han trascendido etnias, fronteras e ideologías. Por si solas, éstas serían un elixir de positivismo en una coyuntura en la que todas las estructuras a nuestro alrededor parecen derrumbarse ante los implacables impactos del COVID-19.

Sin embargo, son más bien un triste recuerdo de una sociedad que consiente que más de 40 millones de personas afrodescendientes vivan en condiciones de desigualdad. Además de la evidente división cultural entre muchos miembros de las fuerzas policiales estadounidenses y sus conciudadanos negros, que resulta en miedo, agresividad injustificada y violencia; existen una serie de realidades que demuestran que lo que vemos aterrados a través de nuestras pantallas sólo es el pico del iceberg de una desigualdad sistemática y estructural.

La población afrodescendiente de Estados Unidos tiene menos posibilidades de ser propietaria de viviendas que los blancos, menos acceso a ahorros y beneficios fiscales, menos oportunidades de empleo, menos acceso a beneficios de jubilación y tienden a tener ingresos más bajos. Adicionalmente, la segregación residencial ha conducido a la concentración de la pobreza, disparidad en el acceso a educación básica o salud de calidad y otros factores que empeoran el ciclo perjudicial de la desigualdad.[1]

Tristemente, en el resto de los países de la región, incluida Colombia, la realidad de la población afrodescendiente no difiere mucho de esta situación excepto en la generación, acceso y uso de datos que permiten evidenciarla.

Esta es la imagen actual de un escenario de injusticia histórica que estalla ante escandalosos actos de discriminación. No es de sorprender que la impasividad de las autoridades ante crímenes tan flagrantes como el de Floyd, Breonna Taylor o Ahmaud Arbery inciten la movilización multitudinaria de una ciudadanía que llega a los límites de su frustración.

Sin embargo, no estamos presenciando ningún fenómeno sin precedentes. Este mareante y aparentemente interminable ciclo provocó los desórdenes públicos de 2014 en Ferguson, los disturbios de Rodney King en los Ángeles en 1992 y muchos otros remontándose tantos años que sólo hacen entender el desengaño de una diversa población que grita exasperada por falta de aire.

“I can’t breathe” ha trascendido la llamada de auxilio que exclamó Eric Garner en 2014, ahogado por un policía de Nueva York por la presunta venta ilegal de tabaco. Se ha transformado en una súplica masiva. Una exclamación que busca respuestas a una situación que –no sólo de manera figurativa– para muchos es de vida o muerte.

Lamentablemente, así como la falta de oxígeno ahoga las llamas, el tiempo diluye la importancia de otra preocupación más que debe pelear por mantenerse en el congestionado escalafón de las causas sociales.

Aquellos que hace escasos meses observaban con impotencia al ver cómo los incendios arrasaban la biodiversidad australiana, o que todavía se atreven a susurrar sobre las deplorables circunstancias de los campesinos y el personal de salud de quienes tanto dependemos durante esta pandemia, seguramente lamentarán la próxima crisis ante la aparente falta de capacidad de respuesta de las autoridades.

No obstante, no se pueden obviar las incontables iniciativas que surgen ante la impasividad de tantos otros, y las tantas que persisten en la sombra cuando el foco mediático se dirige hacia otros asuntos de actualidad.

Pero hace falta mucho más que aquellos que dedican su sudor cotidiano a un problema específico. No todos pueden, ni deben, ser soldados de trincheras. Para cada persona hay una forma de ser parte de la solución. Desde tener conversaciones civilizadas y productivas sobre temas complicados con la gente que te rodea, a buscar y compartir información de fuentes verídicas o usar tus capacidades para innovar, pensar, identificar mejoras y reformar tu entorno; quizás la única fórmula incorrecta sea la pasividad.

De hecho, es esa conformista pasividad de la buena voluntad, que sólo despierta ante un acto clamoroso de injusticia, la que permite que subsistan fuerzas cuya naturaleza es subrepticia e independiente. La solidaridad se convierte en activismo cuando la maldad se manifiesta, pero la maldad no necesita ser estimulada para activarse, he ahí el quid de la cuestión.

Solo nos queda preguntarnos dos cuestiones. Una, ¿que haría yo para no vivir en esas condiciones? Y mejor aún, ¿qué voy a hacer al respecto?

La respuesta a estas preguntas nos trae de nuevo a Colombia, donde no podemos obviar que millones de afrocolombianos y otras minorías étnicas sufren las secuelas de la discriminación que sobrevive visiblemente en las estructuras sociales e institucionales, pero también latentemente en cada acto de racismo tolerado por las normas de comportamiento no escritas.

Ya que poco podemos hacer para remediar problemas a miles de kilómetros de distancia, se ofrecen algunas humildes sugerencias para mitigar las dificultades que afligen a nuestros propios conciudadanos.

A nivel individual:

  • Reconocer y apreciar el alcance de la diversidad étnica y racial de Colombia.
  • Reconocer nuestros propios sesgos personales y culturales.
  • No ser pasivos al presenciar situaciones de discriminación o racismo, ya sea en una conversación, un acto físico o las muchas otras circunstancias donde puede ocurrir.
  • Reflexionar acerca de las situaciones de discriminación que se han dado en nuestro entorno y cómo podríamos haber actuado diferente.
  • Conversar con nuestros familiares y amigos sobre temas complejos acerca del racismo y la discriminación.
  • Aprovechar situaciones en las que podamos ayudar a concienciar a las personas de nuestro entorno. Siempre desde el entendimiento que la mayoría de la gente no discrimina voluntariamente sino inconscientemente.
  • Exigir a las autoridades la implementación de políticas públicas que cierren las brechas en indicadores de calidad de vida entre la población afrodescendiente y el resto del país y que promuevan la igualdad de oportunidades.

A nivel empresarial:

  • Reconocer nuestros propios sesgos personales y culturales, específicamente en el trato a las personas, en los procesos de contratación o progresión de los empleados.
  • Diseñar e implementar normativas internas que vigilen y sancionen la discriminación y el racismo, bajo un concepto de cero permisibilidad.
  • Tomar una postura pública en contra de la discriminación y el racismo ante situaciones tanto internas como externas.
  • Diseñar e implementar políticas de igualdad de oportunidades.
  • Diseñar e implementar políticas de acción afirmativa.
  • Promover una cultura empresarial donde se reconozca y celebre la diversidad étnica y racial.

A nivel gubernamental:

  • Diseñar e implementar políticas:
  • Destinadas a cerrar las brechas en indicadores de calidad de vida entre la población afrodescendiente y el resto del país.
  • De igualdad de oportunidades.
  • De acción afirmativa.
  • Establecer mecanismos de generación, acceso y uso de datos sobre la situación de la población afrodescendiente y otras minorías étnicas, el racismo y la discriminación.
  • Diseñar e implementar un curso obligatorio sobre la población afrodescendiente y otras minorías étnicas, el racismo y la discriminación para mandatarios, funcionarios públicos, policía y fuerzas armadas.

[1] Alicia Munnell et al, “Mortgage Lending in Boston: Interpreting HMDA Data,” American Economic Review 86 (1) (1996): 25–53;

Helen F. Ladd, “Evidence on Discrimination in Mortgage Lending,” The Journal of Economic Perspectives 12 (2) (1998): 41–62;

Susan M. Wachter e Isaac F. Megbolugbe, “Impacts of housing and mortgage market discrimination racial and ethnic disparities in homeownership,” Housing Policy Debate 3 (2) (2010): 332–370.

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