El 6 de marzo, es decir, hace exactamente ocho meses, conocimos el primer informe del Ministerio de Salud de Colombia sobre la primera ciudadana contagiada de COVID-19. Al cierre de esta columna, el miércoles 4 de noviembre, 31.847 personas han fallecido en el país como consecuencia del virus, según cifras oficiales.
Lo que nos dice ese número es que, en promedio desde marzo, ha habido 3.980 muertes por mes y 132 muertes diarias. Adicionalmente, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística presentó el 29 de septiembre los datos de natalidad y mortalidad en el segundo trimestre de 2020 comparados con el mismo periodo en 2019. El resultado: “Las muertes confirmadas y sospechosas de COVID-19 hacen figurar a esta enfermedad como la segunda causa de muerte en Colombia tanto en hombres como mujeres” (nota de El Tiempo).
Hablamos de números y estadísticas, no de los nombres de las víctimas, ni de sus familias y amigos. Normalizamos la muerte, como la de los líderes sociales o las masacres, porque aquí caminamos encima de los muertos, muertos de la risa, y porque nos habituamos a lo que Roberto Briceño-León denominó en su libro Sociología de la violencia en América Latina “los vengadores sociales”, es decir, “quienes ejecutan y llevan a cabo lo que otros simplemente desean”, en sociedades en las que existe la “violencia moralista o la eliminación de un problema al hacer desaparecer físicamente a sus actores”.
El COVID-19 no tiene un jefe exterminador, pero sí sabe escoger a sus víctimas, la mayoría de estratos bajos, como lo concluyó un estudio de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes: “Para alguien que vive en estrato 1 resulta diez veces más probable ser hospitalizado o fallecer por el virus y seis veces más probable ir a parar a la UCI, comparado con una persona de estrato 6”. La investigación fue sobre los casos en Bogotá; sin embargo, basta mirar el resto del país para comprobar que los pobres se mueren más por culpa del bicho y de un sistema de salud corrupto e ineficaz. Tal vez eso explique que el COVID-19 y sus muertos importen poco.
Repito, son 31.847 fallecidos que equivalen, con un poco más o un poco menos, a las poblaciones de Amagá, Antioquia (31.283); Cartagena del Chairá, Caquetá (31.151); Buenos Aires, Cauca (32.568); Campoalegre, Huila (31.357); Quimbaya, Quindío (31.142), o sumadas Moniquirá (23.036) y Muzo (8.394), Boyacá. ¿Sentiríamos algo distinto si en ocho meses esas poblaciones dejaran de existir?
Si no basta esa comparación, imaginemos que en ese periodo de tiempo se hubieran accidentado 199 aviones Airbus A320 con 160 pasajeros cada uno. O pensemos en el aforo del estadio Nemesio Camacho El Campín, que es de 36.343. En poco tiempo los muertos por el virus alcanzarán ese número. ¿Qué tal todas esas personas desaparecidas en ocho meses?
Es desesperante la muerte vista de esa manera. Si no lo entendemos así, algo nos pasa: nos pasa que burlamos la ciencia, nos pasa que no fuimos capaces de actuar con grandeza como sociedad, nos pasa que alegamos el derecho al trabajo mientras nos parrandeamos las normas, nos pasa que vemos la muerte lejos —la de la guerra, la del virus, la que sea— y nos pasa que somos seres humanos arrogantes.
“El talante con el que un hombre acepta su ineludible destino y todo el sufrimiento que le acompaña le ofrece la singular oportunidad —incluso bajo las circunstancias más adversas— de dotar su vida de un sentido más profundo”, escribió Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido. ¿Cuál es su talante, amable lector, como consecuencia del COVID-19?
* Periodista.