Quiero llevar un elefante en Transmilenio

Sergio Ocampo Madrid
18 de marzo de 2019 - 08:40 a. m.

Hace un par de semanas circuló en redes el último “me voy” de un ciudadano anónimo que se hastió de Bogotá y se fue a vivir a Pereira como un acto de protesta y dignidad. Otra renuncia más a la ciudadanía, o mejor a la residencia en la capital, como otras cinco o seis que he visto en columnas en los últimos diez años.

La deserción de esta vez empezaba acreditando un profundo sentimiento por la ciudad donde dejaba hijos, nietos, empresa, recuerdos, la tumba de sus padres, el sitio donde conoció el primer amor. Evocaba con nostalgia una urbe que le producía orgullo hace unos años pero que ahora, por la pésima administración de tres alcaldes, era una ciudad ruinosa y moribunda.

Lo indignaba pagar valorización y que las calles de su cuadra estuvieran destrozadas; que se le hubieran roto tres llantas de su auto por los huecos y tener que responder por un impuesto de rodamiento al cien por cien para solo usar su vehículo un cincuenta, por el pico y placa; que sus nietos tuvieran que pagar unos bonos hasta por treinta millones para entrar a un buen colegio, y que para estrenar vivienda hubiera que desembolsar 15 millones el metro cuadrado, cuando en su nueva ciudad, Pereira, ya había comprado uno, en estrato 6, a dos millones.

Yo creo que el señor que suscribía esta dimisión en clave de diatriba y de bolero, y que en últimas decía varias cosas ciertas, en el fondo se aburrió de ser un pequeño burgués en Bogotá, pero se aburrió hace rato porque sospecho que las tres malas administraciones aludidas fueron las tres de izquierda que terminaron hace tiempo. A estas alturas, habría que sumar una cuarta alcaldía desastrosa.

De inmediato hubo reacción en las redes, inclusive de amigos, en defensa de esta ciudad “muy noble y muy leal”, para concluir, ya no en tono de bolero y de diatriba, sino en actitud paramilitar, que al que no le gustara, bien podía irse. De nuevo ese libreto monstruoso de que hablar mal del país, o de la ciudad, o de la sociedad y su cultura, o de un expresidente, es un delito de lesa uribidad (perdón, quise decir majestad), y es ser idiota útil de causas políticas oscuras, que amerita la pena de destierro, y ojalá a Venezuela o Nicaragua.

La ironía es que hace tres días fue dado a conocer el informe de calidad de vida de 231 ciudades del mundo, de la consultora Mercer, y Bogotá quedó de penúltima en Suramérica, y se salvó del último lugar porque Caracas fue la peor calificada. Sin embargo, en el tema de seguridad, ocupamos el puesto 187 y nos situamos por debajo de Managua, que es adonde nos quieren mandar a los que “hablamos mal” de Bogotá.

Sin planes, ni ganas, ni modos de irme, confieso que a menudo yo también me declaro agobiado por esta ciudad y la siento cada vez más decadente, con un proyecto cada vez más extraviado, más envilecida como cuerpo y como espíritu, con una ciudadanía cada vez menos demandante y ya muy resignada a lo que venga. Pero no voy a repetir el ejercicio desgastado de inventariar las deficiencias. Eso ya lo hicieron otros, y finalmente no se fueron. No, solo voy a hablar de un elemento urbano que para mí es la metáfora perfecta y completa de una ciudad pospuesta, siempre provisional y en obra negra, mínima y caótica; voy a hablar de Transmilenio.

Esos buses rojos que fueron un orgullo hace casi dos décadas, que se exportaron a no sé cuántas ciudades como modelo de transporte masivo, que nos hicieron soñar con ser una gran capital de la civilidad y de la movilidad resultó ser el mayor fraude urbanístico, social, cultural y económico.

El Transmilenio de hace casi veinte años, en el cual los conductores no competirían unos con otros, lo cual enterraba la mortal guerra del centavo, se constituía en un lugar libre de las miserias de afuera; algo como vivir por media hora, o 40 o 50 minutos, sin ambulantes ni indigencia, ni dramas mendicantes, reales o inventados. Sus sillas azules se convirtieron en un símbolo de que podíamos ser una ciudad gentil, comprensiva, y que movilizarse no tenía que ser un acto heroico ni indigno. Un enorme experimento ciudadano de respeto, de formación de identidad, de causa común, de espacio público.

Hace cuatro años yo también caí en aquel juicio de que la culpa la tuvieron esas tres malas administraciones de la izquierda, que descuidaron el proyecto, no le invirtieron, no le dieron mantenimiento. Por eso, en parte, voté por Peñalosa, porque si alguien podía poner a marchar de nuevo ese maravilloso artificio urbano y cultural era él, su creador. Pasó el primer año y las puertas de las estaciones siguieron abiertas y desvencijadas; al segundo, la horda de vendedores y limosneros ya fue incontenible, y los colados llegaron a 200 mil día por día, o sea la población de Villavicencio entrando sin pagar cada 24 horas al sistema.

El fracaso estruendoso de Peñalosa como alcalde está ahí en una simple imagen de dos tipos ingresando a una estación, a las malas, un refrigerador de doce pies. La funcionaria del torniquete apenas manoteó. Falló la autoridad, falló el control ciudadano, falló la civilidad, falló el sentido común.

Para cerrar, esta semana supimos que el déficit del sistema de transporte llega a $734.000 millones. Entonces, además de malo, ni siquiera es rentable. Y contamina, porque la obsesión de su autor es el diésel.

Si alguien quiere transportar un somier en Transmilenio, o un acuario lleno, o un elefante, ya puede hacerlo. No hay como impedirlo. Entrar gratis es un derecho adquirido por la fuerza y la costumbre. Y en tres años este fallido experimento de caos y tierra de nadie se tomará la séptima.

En fin, mándenme a vivir a otros lados por defender que una nevera no pueda viajar en Transmilenio.

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