Quijotes, dominicos y donjuanes

Mauricio Rubio
04 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

El descubrimiento y la conquista de América fueron bastante más complejos y apasionantes que una aventura sangrienta de saqueo y destrucción.

Para criticar el cínico desatino de José Luis Rodríguez Zapatero, quien les achaca las desgracias de Venezuela a las sanciones económicas norteamericanas, Mario Vargas Llosa trae a colación a Irving Leonard y su tesis sobre la influencia de las novelas de caballería en las motivaciones de los conquistadores españoles que “llegaron a América con la cabeza impregnada con las fantasías de amadises y palmerines y la tradición mítica caballeresca y creyeron ver en el nuevo continente la encarnación de aquel mundo delirante de prodigios y riquezas sin fin”. Así se explicarían la frecuencia de ciudades y regiones con nombres legendarios y las muchas expediciones hacia lugares míticos como El Dorado. Ese también sería el origen de la insistencia romántica en un continente con infinitas riquezas naturales que nunca pudo retornar a su idílico estado primitivo por la interferencia rapaz de los distintos imperios que vinieron a saquearlo.

En el siglo XIX el historiador mexicano Manuel Orozco y Berra señalaba la necesidad de entender, con sus vicios y virtudes, la psicología aventurera de los españoles que llegaron a buscar fortuna. “Eran leales a su rey, valientes y esforzados; tenaces, religiosos hasta la superstición; confiados y arrogantes; crueles con los vencidos; rapaces para hacer fortuna, pródigos para desperdiciarla; predicadores fervientes y soldados corrompidos; sin apego a los trabajos materiales de la labranza y el comercio; amos intratables; padres de familia descuidados con los hombres y vigilantes con las mujeres”.

Los codiciosos conquistadores tuvieron siempre una piedra en el zapato que no cesaba de recordarles sus flaquezas: eran mortales pecadores y terminarían pagando por sus excesos. Desde su llegada al Nuevo Mundo, los monjes dominicos asumieron la defensa de los indígenas y la denuncia de las injusticias provocadas por el afán de enriquecimiento. Para la Navidad de 1511, en La Española, fray Antonio de Montesinos pronunció el “Sermón de Adviento” ante un grupo de conquistadores. “Esta voz (de Cristo) os dice que todos estáis en pecado mortal. Decid: ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras? Estos, ¿no son hombres? ¿No son ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos?”.

La reprimenda causó tal malestar que las autoridades le exigieron al clérigo su inmediata retractación y, en adelante, moderar sus críticas. A los pocos días, con una iglesia abarrotada de feligreses, el dominico no sólo mantuvo su posición sino que la endureció. Meses más tarde, con apoyo de sus hermanos y donativos de gente que compartía sus inquietudes, se embarcó hacia España y superó todo tipo de obstáculos hasta lograr que Fernando el Católico se sentara a escucharlo. A raíz de esta conversación, el monarca ordenó a su consejo “examinar detenidamente las cosas de Indias” y convocar una junta de teólogos y juristas. Se iniciaba así una de las más interesantes derivas de la historia del derecho y la filosofía occidentales, que conduciría al “reconocimiento del otro, del indio, del diferente a nuestras divinas personas europeas, no como un buen salvaje, edénico e indiferenciado, sino como un sujeto de derecho semejante a nosotros”. La historiadora María Elvira Roca destaca que en las leyes británicas y las actas parlamentarias, en esas instituciones consideradas óptimas por los economistas, nadie encontrará nada “sobre el trato debido a los indígenas en los territorios que se iban conquistando en Norteamérica, o planes para  su integración”.

Fuera de los cazadores de míticos tesoros que soñaban con volver a España enriquecidos para reencontrarse con la dueña de sus pensamientos, cual Quijotes, de clérigos a quienes les bastaba la Virgen y que escandalizados advertían sobre los peligros de hermosas y voluptuosas indígenas, estaban los rebeldes que “personificaban la exaltación de los instintos”. Ni la ocupación del Nuevo Mundo, ni su característica crucial, el mestizaje, que la diferencia de casi cualquier otra aventura colonial, se pueden entender sin la figura del donjuán que “conquista mujeres y tierras, es errabundo y cosmopolita y deja una estela de lágrimas y sangre tras de sí”. El peculiar temperamento tenorio de los españoles les permitió no sólo invadir y fundar poblados, sino también seducir “mujeres indias, de las que habían de nacer, desde los primeros tiempos, oleadas de mestizos”.

Los protestantes ingleses, que llegaron en pareja a Norteamérica, “no sintieron por los indios interés ni cultural ni religioso… Un racismo profundo evitó cualquier mezcla de sangre”. Los conquistadores españoles, por el contrario, solteros o separados por la distancia, no tuvieron impedimentos mentales para unirse, casarse y tener prole con mujeres indígenas, siempre que cumplieran el requisito sine qua non de estar bautizadas.

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