Rafael Cadenas y la justicia poética

Carlos Granés
26 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Allí donde reina la injusticia política desde hace dos décadas, por fin se ha asomado, al menos, la justicia poética. Rafael Cadenas, el gran poeta venezolano, acaba de recibir el Premio Iberoamericano de Poesía. Algo es algo. O en realidad mucho, porque significa mucho y porque la poesía de Cadenas es muchas cosas, y la primera, quizás, un antídoto contra la arrogancia. En el país donde un par de visionarios creyeron haber hallado la receta de la felicidad, la fórmula para emancipar al pueblo de enemigos ficticios y encadenarlo a la muy real y palpable miseria, su mayor poeta siempre mostró la más lúcida conciencia del poder humano para fabricar odios, vanidades, deseos de poder: lo que el mismo Cadenas llamaba “la épica del error”.

Cadenas recibió prestigio continental como poeta por Derrota, el poema donde enumeraba todas sus falencias y desatinos, pero quizás era en Fracaso donde mejor se traslucía su visión de la vida. El fracaso como un cómplice, un compasivo amigo que lo había protegido al no otorgarle brillo, cediéndole el paso a otros, evitándole la penuria de tener que actuar un papel impuesto; incluso, entregándole la mujer querida a uno más resuelto. Ni el triunfo y sus servidumbres ni los sistemas que intentan apresar la vida y encauzarla para que se quede quieta o fluya en una sola dirección: nada de eso seduce a Cadenas. “La época de las causas terminó”, decía, y para bien, así mucho mejor, porque liberados de banderas e ideologías, de religiones y credos literarios, podíamos empezar a darle importancia a lo que de verdad la tiene.

“¿Qué se espera de la poesía sino que haga más vivo el vivir?”, escribía en Anotaciones. Y sí, justamente ahí estaba lo importante. La vida con sus misterios cotidianos y esa especie de extrañeza que genera hasta lo más evidente, el yo, la realidad circundante. Es lo que Cadenas hace vibrar en sus poemas. Los cuadernos del destierro, el libro que escribió a partir de su experiencia en Trinidad, isla en la que se exilió después de ser encarcelado por el dictador Pérez Jiménez, expresa ese efecto de choque o incongruencia con la realidad. Porque a veces Cadenas parece un enchufe que no entra en el tomacorrientes, que no se adapta, y es justo en ese impasse —o de esa fricción— que salen chispas capaces de arrojar luz sobre las cosas: “Tú caminas esta noche en la soledad de la calle, vas llena de besos que no has dado”.

No encajar o perderse en las rutinas cotidianas, ir un paso por detrás del ritmo de los tiempos, o del mundo o de los otros, le impuso la rutina de reconstruirse, de templar su espíritu a punta de palabras. Falsas maniobras, las llamó, un recuento de ejercicios implacables ante el espejo del lenguaje. Allí Cadenas se desdobló, de descoyuntó, se multiplicó, se laceró. Al final sobrevivió, aunque tardó diez años en escribir su siguiente poemario. El tiempo pasó y ahora tiene que lidiar con algo aún más desconcertante, su país, esa Venezuela irreconocible, destrozada por quienes se decían más en contacto con la realidad (el pueblo o lo que sea). Y como en tiempos de Pérez Jiménez, le ha tocado volver a levantar la voz. No pide mucho, y eso que es poeta. Democracia, normalidad, una realidad en la que, si no él, al menos los otros puedan adaptarse.

 

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