Un domingo de noviembre de 1984 a Mauricio García Villegas y a mí, abatidos por el asesinato de Indira Gandhi, nos dio por escribir un artículo sobre los sijs, acusados del crimen. El Mundo, “un periódico liberal de circulación clandestina en Medellín”, publicó la vaina, bajo la batuta socarrona y tolerante de Darío Arizmendi Posada.
Fuimos un éxito, modestia aparte. De la India pasamos al affaire Irán-Contras. De Ronald Reagan en la Casa Blanca a Yuri Andrópov en el Kremlin. Del “enriquecerse es glorioso” de los comunistas chinos al catolicismo huelguista de Solidaridad en Polonia. Después cada uno siguió por su lado: Mauricio con ecuanimidad insuperable y yo con el hígado escaldado.
Un día cualquiera me cansé de criticar la realidad y me puse a escribir refranes, digo, eslóganes. Me volví copy. Cuando ya tenía tres hijos y era vicepresidente creativo de Jaime Uribe & Asociados, la agencia de publicidad más grande de Medellín, me senté una noche a probar un computador Macintosh, comprado de segunda por mi mujer. Muy pronto dominé la fórmula de Apple: cut, copy and paste. Escribir se volvió un rompecabezas.
Durante casi cinco años dediqué 20 minutos diarios a escribir una novela. A veces 20, a veces 40, una hora, hora y media. Escribir una novela es como andar en una noche sin luna ni estrellas. Se aprende a la berraca, tropezones, ridiculeces, tatuajes en las neuronas. El libro se llamaba (¡se llama!) Mentirás al prójimo como a ti mismo. Su tortuoso camino por varias editoriales fue tan esperpéntico como la historia misma de la novela. De los ojos virtuosos de Carmen Balcells a los desplantes de fulanos leídos y respetados por mí. Con el ego achicharrado por la incomprensión ajena, tiré el mamotreto a la maleta del carro entre libros comprados a escondidas, el gato y la llanta de repuesto. Y a otra cosa, mariposa.
Pero… contra el destino nadie la talla, cantaba don Carlos Gardel, el J. Balvin del tango. Sin decirme ni mu, en 1999 mi mujer cogió el manuscrito, lo empastó y lo mandó al Premio Nacional de Novela de la Universidad de Antioquia. Los jurados eran tres: Evelio José Rosero, Juan Diego Mejía y Ramón Illán Bacca, escritores de racamandaca, dos espartanos y un bochinchero. Mentirás los cautivó, modestia aparte, otra vez: “Un canto recurrente de erotismo y fino humor”, tal cual dijeron en el fallo. Salió en 2000.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento de un evento en la Fiesta del Libro en Medallo, conocí en persona a Ramón Illán, lector de lectores. Sin pedirle su opinión me contó que mi novela lo había conmovido hasta hacerlo reír dormido. No le creí, por supuesto. Como buen costeño, Ramón Illán era de boca pa’fuera, extrovertido, ingenioso, “bisojo y medio cínico, ¡cua, cua!”. Un ser inconmensurable. Los pichones de escritores de este país siempre deberíamos leer y releer sus novelas Maracas en la ópera (1996), Deborah Kruel (1990) y Disfrázate como quieras (2002) para aprender y gozar. Sus colecciones de relatos El espía inglés (2001) y Marihuana para Goering (1981) son manuales prácticos de cómo escribir cuentos en un país de mil cuentistas. Descansa en paz, querido Ramón Illán: te fuiste, pero no te has ido… ni te irás.
Rabito: Margarita Rosa de Francisco dice lo que otros callan. Es ejemplo de honestidad y coraje. ¡Estamos contigo, ex niña Mencha!
Rabillo: “Cuando Dios le entrega a uno un don le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Truman Capote.