Sombrero de mago

Ratas, zapatos y asafétidas

Reinaldo Spitaletta
18 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

Hay protestas simbólicas que pueden quedar para siempre en la historia y seguir despertando reflexiones en la posteridad. Una muy recordada, sucedió en diciembre de 1955, en Alabama, Estados Unidos. En un tiempo en que a los negros se les tenía vedados hasta los baños públicos (“Solo blancos”, “Negros no”, se leía en las puertas de los water closet), y no podían compartir con los “blancos” salas de espera, escuelas, restaurantes y otros espacios públicos, una mujer desafió el sistema segregacionista estadounidense y lo puso en jaque.

La costurera Rosa Parks, de 42 años, tomó un bus para tornar a su casa. Los vehículos estaban divididos: los blancos, adelante; los negros, atrás. Estos, después de pagar, se bajaban y tenían que subir por la puerta trasera. La señora ocupó una silla del medio, que podían usar los negros en caso de que ningún blanco la requiriera. Un muchacho blanco se subió y el conductor le dijo a la negra que lo cediera. No lo cedió. “Ni siquiera el joven lo estaba solicitando”, dijo Rosa, a la que metieron en un calabozo y obligaron a pagar una multa de 14 dólares.

La actitud de la costurera condujo a que, poco tiempo después, un pastor bautista de bajo perfil realizara protestas en los autobuses públicos de Montgomery. Se llamaba Martin Luther King. A su repulsa se unieron más de 30.000 negros que realizaron, durante más de un año, largas marchas. Un año después del incidente protagonizado por la señora Parks, el gobierno, tras un fallo de la Corte Suprema que declaró que la discriminación racial era contraria a la Constitución, la abolió en los lugares públicos.

Una de las agresiones imperialistas tan espantosas como repudiadas de los últimos tiempos fue la de Estados Unidos contra Irak. Disfrazada de “cruzada” por “la libertad y la democracia”, y fundamentada en mentiras sobre armas de destrucción masiva (que jamás hallaron en Irak), la invasión causó millones de desplazados y muertos y George W. Bush se erigió como una suerte de genocida contemporáneo.

El 14 de diciembre de 2008, cuando Bush se encontraba dando una rueda de prensa en Bagdad, un reportero, Muntazer al Zeidi, le arrojó, sucesivamente, sus zapatos (lo único que podía tener como “arma” tras la minuciosa requisa) al presidente invasor. No acertó, pero su gesto, que acompañó con la frase “este es un beso de despedida del pueblo iraquí, perro”, pasó a la historia.

En efecto, la acción simbólica del reportero, que de inmediato fue detenido y torturado en una mazmorra, se erigió como una muestra de rechazo a las tropelías estadounidenses y el periodista quedó como un héroe de la resistencia. Sus zapatos, de los que hicieron esculturas, se tornaron en una representación antiimperialista. Al Zeidi estuvo preso nueve meses. “No soy un héroe. Solo actué como un iraquí que ha presenciado el dolor y la masacre de demasiados inocentes", escribió en un artículo en The Guardian.

Las protestas simbólicas, como las de los atletas del Black Power, como la del comediante británico que lanzó un fajo de dólares al corrupto presidente de la FIFA Joseph Blatter, como las cargas de excrementos que los chalecos amarillos arrojaron a la sede del gobierno francés, en fin, tienen poder de recordación y múltiples lecturas. Se ubican en un lenguaje que va más allá de las palabras.

Así, por ejemplo, quedaron en la memoria de los sabotajes célebres las asafétidas con la que Gonzalo Arango y su tropilla de nadaístas “perfumaron” el congreso de “escribanos” católicos en Medellín, o la silbatina monumental que le ofrecieron al entonces presidente Alfonso López Michelsen en el estadio Atanasio Girardot, durante la inauguración de unos juegos deportivos.

En otros días, el huevo se tornó en un símbolo de protestas en Colombia. Un estudiante de Manizales le reventó uno en la cabeza a un asesor uribista, y a Uribe, en un foro, una muchacha se le acercó con uno de ellos en la mano y le espetó: “señor Presidente, usted tiene huevo, la democracia colombiana tiene huevo”.

Cuando se les dice “bacrim” a ciertas banderías politiqueras, como las de Cambio Radical y otras, que se caracterizan por el ejercicio de la corrupción, hay una metaforización, un relato simbólico, una analogía. Lo mismo cuando desde las barras del congreso lanzaron unos ratones de laboratorio a la bancada de uribistas. La guasonería popular dijo que se trataba de un auténtico “maltrato animal” contra los roedores, que hubieran querido tener a su lado un flautista, como el de Hamelin, que los sacara de tal antro.

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