Razones para el optimismo

Santiago Montenegro
01 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Hay un consenso sobre la crisis que sufre el orden político y económico liberal y sobre la mancha de populismo, xenofobia y ultranacionalismo, que se ha extendido por muchas partes del mundo, como también sobre la precariedad en que han quedado muchas economías después de la recesión que siguió a la quiebra de Lehman Brothers.

La pregunta clave, por supuesto, es ¿cuál fue la causa de esta crisis? Por un lado, están quienes argumentan que la crisis fue el producto de políticas erradas en los EE. UU., que permitieron una fenomenal burbuja de precios de la vivienda, unida a una expansión desmedida de las hipotecas basura, luego empaquetadas con activos sanos y vendidas por todo el mundo, que terminó por explotar.

Por otro lado, están quienes argumentan que esta crisis no es el producto de políticas erradas, sino la manifestación de un problema estructural del sistema capitalista, y que, después de todo, Marx y sociólogos como Polanyi y, más recientemente, Michael Sandel, tenían razón. Argumentan que al tiempo que aliena a los individuos con relación a sí mismos y con respecto a los demás, el capitalismo universalizó y totalizó las relaciones sociales, pero no haciendo que las personas se vean cara a cara, sino a través de una relación abstracta y simbólicamente generalizada, que no es otra cosa que el dinero. Así, en un proceso acentuado por la globalización, el dinero destruyó el llamado “mundo de la vida” (el barrio, la parroquia, la vecindad, el parque, la familia), comodificó todas las esferas de la sociedad y, con él, al ciudadano, dejando solo al consumidor. Al destruirse la sociedad, la conciencia y la reflexión colectiva, y quedar todo convertido en mercancía, dice Polanyi, se abonó el terreno para el fascismo.

¿Es esto cierto? ¿Ya solo queda el Homo Economicus, que lo único que hace es maximizar su beneficio-costo, sin conciencia colectiva, sin interés por la política, sin solidaridad con sus semejantes, sin capacidad de amar? Por supuesto que no. La recuperación de la economía mundial no ha sido solo el resultado de un mercado autorregulado, sino, sobre todo, producto de la intervención muy activa de entidades multilaterales, de gobiernos y de bancos centrales de todo el mundo. Por su parte, los proyectos autoritarios de muchos gobiernos, guiados por la política de la identidad, han chocado con la separación de poderes, con parlamentos que no se arrodillan, con sistemas de justicia independientes y con poderes electorales que no se dejan corromper. Pero, quizá más estimulante aún, desde la sociedad civil vemos un movimiento globalizador de defensa de la libertad y la democracia, de reivindicación de los derechos de las personas (el #MeToo), como también de lucha contra la pederastia en la iglesia católica, o un clamor general contra la corrupción.

La respuesta a la crisis, entonces, no es acabar con la democracia liberal, sino fortalecer la ciudadanía, rejuvenecer el ágora de la deliberación colectiva, blindar la separación de poderes. Pero también proteger la economía de mercado, amenazada desde las extremas de izquierda y de derecha, sin olvidarnos que ella fue un elemento crucial que hizo posible la modernidad, la libertad individual, la autonomía para que los seres humanos puedan diseñar sus planes de vida y para destruir las relaciones tradicionales de dominación.

Vivimos, entonces, un turbulento cambio de época, quizá, lleno de incertidumbres, pero también con muchas razones para el optimismo.

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