Se cumplen 50 años de la muerte de uno de los grandes compositores de la historia de la música moderna, y vale la pena recordar su visita a Bogotá, unos años antes de morir, cuando dirigió la Sinfónica Nacional en dos conciertos en que alternó en la batuta con su amigo y confidente Robert Craft. El concierto fue muy interesante con Craft dirigiendo obras de Webern y Berg, y Stravinsky su propio Pájaro de fuego, pero curiosamente el teatro no se llenó como se hubiera esperado de una presentación con un artista que cambió los rumbos de su arte. Hubo igualmente una rueda de prensa donde al lado de un puñado de periodistas reales se colaron una cantidad de lagartos que convirtieron esa entrevista en algo parecido a una farsa. Por ejemplo una señora, para hacer alardes de conocimiento, le preguntó muy seria que cuál era la diferencia entre Tchaikovsky y Stokowsky. El compositor, que era medio sardónico, le contestó que no sabía de diferencias, pero “tienen el parecido que ninguno de los dos es Stravinsky”.
Después de los conciertos hubo una cena íntima en casa del agregado cultural de la Embajada de Estados Unidos y fui invitado a petición de Stravinsky, a quien le había gustado un escrito de introducción a su obra publicado en este periódico. Stravinsky resultó ser conversador ameno e infatigable. Era impresionante su pequeña estatura y su figura enjuta. Él afirmaba durante la cena que tenía que comer mucho y bien para compensar por esa flacura y lo mostró en la forma como gozó la cena. En ella contó cómo estaba en desacuerdo con la manera como su Consagración de la primavera fue adaptada en la película de Disney Fantasía y también su admiración por dos músicos que en ese entonces apenas eran conocidos, Boulez y Stockhausen, cuya obra conoció gracias a Craft. También habló de cómo le gustaba dirigir, porque así estaba seguro de que sus obras se tocaban como él quería y no como a otro director le diera la gana. De hecho, afirmó que en general era preferible un pobre director (como modestamente se calificó él mismo) que interpretara bien y no un gran director que traicionara el concepto del creador. Fuera de eso, agregó con su sentido de humor, “gano más dinero dirigiendo que componiendo”.
Lo más interesante de esa charla con Stravinsky era la manera como combinaba una modestia que no tenía nada de falsa con esa seguridad en sí mismo, la marca de un artista verdadero. Haber cenado con Igor Stravinsky, entonces, fue una experiencia inolvidable, ya que uno pudo conocer de cerca cómo era la forma de ser de un gran creador, un artista auténtico que seguía contribuyendo a su arte.