Red y nuevos paradigmas

Héctor Abad Faciolince
02 de junio de 2019 - 05:00 a. m.

Algo que hace muy fascinante a la pareja de don Quijote y Sancho es el contraste entre la cultura libresca del primero (a quien el exceso de lecturas se le han comido el seso) y la cultura analfabeta, pero riquísima en oralidad (dichos y refranes, sabiduría popular), de Sancho Panza. Ese contraste de formas mentales, la que está determinada por la escritura y la lectura (en don Quijote), y la que se nutre del mundo oral (en Sancho), hace que el diálogo entre ambos esté cargado de sutilezas, de incomprensiones y, sobre todo, de humor.

Muchos estudiosos han analizado los cambios que se verifican en la forma mental de las personas con el paso de la pura oralidad a la cultura escrita, de la escritura a la imprenta, y del universo de Gutenberg a nuestros tiempos, los de los medios digitales. La transición a la era digital conlleva una revolución en las comunicaciones e incluso en la manera de ser de las personas y de la humanidad como conjunto. Su llegada implica, también, una crisis de los medios de comunicación tradicionales (los que nacieron como impresos) y un nuevo paradigma en el concepto de libertad de expresión.

Con la aparición de la Red el paradigma de la libertad de expresión y de opinión tiende a modificarse. Nada le impide, por ejemplo, a Daniel Coronell, que abra un blog con su nombre y que cada domingo cuelgue allí un artículo de opinión, con distintos links (como siempre lo hacía), y que invite a sus lectores a leerlos y discutirlos por las redes sociales. El mismo hecho de que él ya no sea un periodista anónimo, sino alguien que se ganó un prestigio muy merecido en la era anterior (la impresa y televisiva), le permitiría hacer con ventaja esa transición. El opositor más valiente de Uribe tiene más de un millón de seguidores en Twitter.

En un sentido amplio, entonces, la valoración de la libertad de expresión existente en un país puede medirse según si el Estado permite o no el acceso libre a la Red, y si controla o no la publicación de opiniones en páginas personales o colectivas. Y sin embargo, incluso en el caso de Daniel Coronell, y en este momento de tránsito entre lo impreso y lo digital, uno tiene la impresión de que cerrarle un espacio de opinión en una publicación con millones de lectores es privarlo también de un espacio de libertad. La página web de un portal con prestigio (verbigracia la de una revista como Semana o un diario como The New York Times) funciona todavía como un gran megáfono que hace que la voz de sus colaboradores llegue a más lectores. Naturalmente no sería lo mismo que la investigación de Nick Casey sobre las circulares del Ejército colombiano hubiera sido publicada en su página web personal y no en uno de los periódicos más respetados del mundo.

Si el mundo de las redes sociales es un espacio de libertad, pero también de ofensas, falsedades, calumnias, ruido, narcisismo y competencia por quién llama más la atención, vemos entonces que tal vez ese mundo presenta solo un simulacro de libertad. Hay libertad ahí, sin duda, pero hay tanta y tantos pueden gritar, que allí las opiniones y las noticias se disuelven en un griterío que nos vuelve escépticos a todo porque ese cúmulo de alaridos y susurros son imposibles de verificar.

Y hay un problema más, y es que los medios tradicionales, mediante honorarios o sueldos, permiten que sus periodistas puedan dedicar más tiempo a investigar, a hacer comprobaciones y a escribir. De ahí que el mundo aparentemente muy libre (anarquista o populista) de la Red, al afectar a los medios tradicionales (que empiezan a perder lectores y dinero), y al inducir a los lectores a negarse a pagar por los contenidos, provoca una crisis que, paradójicamente, termina por lesionar la libertad de expresión. Lo más grave es que los medios impresos tradicionales sean comprados por inversionistas que ya no están interesados en la verdad, y ni siquiera en el prestigio del medio, sino que pagan las pérdidas con tal de tener un garrote y una lengua para golpear o para lamberle al poder.

 

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