El fanatismo lleno de prejuicios de los supremacistas norteamericanos estaba ahí, como un monstruo solapado, pero se necesitó que apareciera Trump para que obraran como una fuerza nacional organizada, desvergonzada y violenta. Lo sintetizó bien Ian Buruma: “Trump no es Hitler, y mucho menos (pese a sus pretensiones) un Churchill. Pero logró inflamar e incitar odios y resentimientos que otra persona tal vez habría canalizado de otro modo”. Trump es un azuzador pero también es un síntoma. Su liderazgo, semejante al de tantos caudillos latinoamericanos, no existiría sin esa base a la que supo dar voz. “Los amamos”, les dijo a los “patriotas” que se tomaron el Capitolio, en respuesta a la veneración de la horda. De esa relación emana su poder y peligro.
Ahora bien: Trump no es un estadista con un proyecto de país en la cabeza, sino un megalómano autoritario embriagado de poder y un hábil manipulador de masas. Pero también es el producto de la cultura digital que ha exacerbado un narcisismo enfermizo, el del “yo hiperproducido” que se construye buscando compulsivamente la aprobación del otro. No en vano habitamos en la era de la selfi: en Washington algunos policías se tomaban fotos con los agresores y estos, a su vez, posaban para los periodistas. Y en la era de los likes. Si París bien valía una misa, un like bien vale lo que sea: desnudamientos, radicalismos, falsedades. La cultura narcisista, además, es pasional por naturaleza. Twitter, por ejemplo, un medio de comunicación revolucionario, se mueve a punta de emociones, muchas de ellas violentas. Hay, en su estructura, además, algo muy similar a lo que se da en la política, donde una voz relevante alcanza poder gracias al número de sus seguidores, que muchas veces, como los de QAnon o los Proud Boys, son adoradores irrestrictos del pequeño dios al que idolatran. No en vano, por estos días, los medios han recordado las tenebrosas sectas manipuladas por sicópatas.
Ramiro Bejarano, a propósito del fiscal Barbosa, describió muy bien la personalidad narcisista, “que reacciona con braveza a la frustración y a la crítica, inclusive leve. Se trata de un trastorno mental que torna a quien lo sufre en conflictivo, agresivo, impulsivo, arbitrario, rencoroso, vengativo y déspota”. Este tipo de líder —y los hay en muy distintos campos— suele moralizar, hablar como quien tiene la verdad absoluta, y ser rudo: insultar y menospreciar son sus armas en un mundo que se burla cada vez más de la cortesía, tan importante a la hora de hablar de civilización. Los mensajes que incitan a la violencia —o que hacen matoneo— pueden tener consecuencias nefastas, como se ha visto: una masacre, un suicidio. De ahí la importancia de la discusión sobre la legitimidad del veto que impusieron a Trump los dueños de Twitter. Como argumenta Fernando Mires, quien aprueba la sanción, “frente a la ausencia de reglamentos y organismos acreditados, los ejecutivos de Twitter (…) tenían (…) solo dos alternativas. O aceptaban convertir las redes en una plataforma antidemocrática de Trump y los suyos, o les cerraban la puerta”. Como él mismo afirma, se trata ahora de crear esos mecanismos, para que no quedemos en las manos absolutas de privados ni tampoco en las de gobiernos autoritarios.