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¿Refundación de la patria?

Francisco Gutiérrez Sanín
13 de junio de 2008 - 02:09 a. m.

CADA VEZ SE OYEN MÁS VOCES PIdiendo la convocatoria de una nueva Asamblea Nacional Constituyente. Desde líderes de la oposición hasta destacados miembros de la bancada de Gobierno, pasando por juristas e intelectuales, coinciden en la propuesta. ¿Estamos frente a un posible acuerdo sobre lo fundamental?

Si es así, creo que se trata de una muy mala noticia. Hay al menos tres buenas razones para oponerse a la convocatoria de una Constituyente. La primera, y obvia, es que uno no estrena Carta fundamental cada diez o quince años: esta es la mejor vía posible para desembocar en el caos institucional. Ese es precisamente el mal del que adolecen muchos de nuestros vecinos, y el único que todavía no nos aquejaba.

¿La idea es no quedarnos atrás o qué? Cuando las reglas son absolutamente maleables se da una señal pública de que, más que propugnar por su cumplimiento, hay que tratar de cambiarlas. Esto –ya malo en sí mismo— además acorta los horizontes temporales de la gente. Ya no se calcula para dentro de un año, sino para mañana, pues después no se sabe qué pasará. La segunda es que hay mucho de fetichismo normativo en la propuesta. Hombre, si tuviera alguna utilidad yo también sería partidario de una nueva Constitución, ojalá con un artículo único: “Prohíbese a los colombianos portarse mal”. Pero esas cosas no se pueden hacer (y menos en un país que pasa por una modernización rápida y muy atormentada). No se olvide, además, que con todos sus defectos nuestra Constitución de 1991 (o lo que queda de ella) tiene muchos puntos fuertes.

Es tremendamente popular; la gente la ha asimilado y la quiere (algunos sondeos de opinión así lo muestran). Ha abierto perspectivas para una sociedad que ya no cabía en los moldes del bipartidismo tradicional. ¿Para qué quieren una nueva? No he oído una sola idea constructiva —ni una sola—, ni un solo programa, detrás de la convocatoria a la Constituyente. Es como cuando en un terremoto alguna gente sale a la calle gritando. Como estamos en una emergencia, hay que hacer algo, cualquier cosa, aunque no se haya pensado ni remotamente qué ni cuáles son sus consecuencias. Esta clase de activismo ciego es todavía más destructivo que la inercia.

La tercera razón es todavía más simple: el palo no está para cucharas. La situación actual es muy delicada. Aquellos que siguieron con atención la muerte de la reforma política se habrán dado cuenta de que, por primera vez, se incorporó formalmente a la coalición de gobierno a los políticos elegidos con apoyo paramilitar. Ya había habido muchos gestos en esa dirección, algunos espectaculares —“voten por mí mientras no estén en la cárcel”—, pero ahora es completamente público, formal y abierto.

Así, pues, tenemos una coalición de gobierno en la que las fuerzas que estuvieron más íntimamente asociadas con la parapolítica son consideradas socias —menores, es cierto— y en donde toda clase de personajes de los cuales lo mejor que se puede decir es que son profundamente equívocos, desde defensores de La Gata hasta aquellos que apoyaron o toleraron actos de increíble brutalidad, pueden tomar decisiones que nos afectan a todos. Y resulta que, por razones complejas, la corriente que hoy nos gobierna tiene mayoría abrumadora en el país. Una Carta Constitucional con la participación —inevitable en la actualidad— de aquellos socios minoritarios tendría costos enormes, entre otras cosas en términos de aislamiento del país. ¿Y no equivaldría ello además a la pura y simple implementación del programa de refundar la Patria (nótese la mayúscula), caro a todos los desinstitucionalizadores del mundo andino, y que en Colombia vino a ser apropiado por Mancuso y sus alegres amigos?

 

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