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Reimaginar el policiamiento

Arlene B. Tickner
17 de junio de 2020 - 05:00 p. m.

La necesidad de reformar la policía y sus modelos de actuar en la calle o policiamiento (en inglés, policing) ha sido dogma mundial desde hace décadas. En las Américas, las altas tasas de violencia e inseguridad y el uso desproporcional de fuerza letal en contra de algunos sectores de la población, entre otros problemas como la corrupción, han sido fuente de denuncia regular, así como de esfuerzos cíclicos por transformar esta institución. Más allá de su variación las policías del hemisferio tienen características en común que confirman el relativo fracaso de las reformas efectuadas. Primero, la brutalidad policial aquí es la más alta del mundo. Si bien los casos de Brasil, Estados Unidos y Venezuela son particularmente infames, la criminalización de la protesta social y la militarización de la seguridad ciudadana son generalizadas. Segundo, la mayoría de las personas tiene poca confianza en la policía y considera que no hace bien su trabajo. Tercero, el control sobre y la rendición de cuentas de las instituciones policiales son deficientes, aun cuando el uso de la fuerza está regulado. Y cuarto, el nivel cultural de nuestras policías, medido en la duración y profundidad de su formación – sobre todo en relación con estrategias no represivas y de des-escalamiento de crisis -- es comparativamente bajo.

Para explicar este déficit de legitimidad, algunos analistas sugieren que la forma en que conceptualizamos el policiamiento como bien público condiciona el alcance de cualquier diagnóstico e intento de reforma. Si consideramos que el rol central de la policía se limita a combatir el crimen, estadísticas como las tasas de homicidio e hurto se tornan claves para medir su “éxito”. Sin embargo, si algo nos muestran muertes injustificables como las de Anderson Arboleda en Puerto Tejada o Rayshard Brooks en Atlanta, es que para muchas personas especialmente pobres y/o de color, la policía no solo no protege a toda la población, sino que ha actuado históricamente para controlar y reprimir a sus sectores más “indeseables”. De allí que no es posible ninguna transformación genuina de la institución policial hasta que el policiamiento no se reimagine.

Rara vez nos detenemos a pensar que la policía juega un papel neurálgico en la vigilancia de los límites entre quienes pueden y no pueden acceder a ciertos bienes públicos derivados de la condición de ser ciudadanos. La frecuencia de la violencia letal policial en las Américas sugiere que ni siquiera la preservación de la vida por parte de las fuerzas de seguridad es un bien al que accedemos todos. A su vez, prácticas “rutinarias” pero en el fondo discriminatorias como las requisas, determinan nuestras posiciones en la sociedad y hasta qué punto podemos esperar ser tratados con respeto y dignidad.

Por todo lo anterior, no deben sorprendernos los llamados actuales en Estados Unidos para des-financiar y hasta abolir la policía para reemplazarla con métodos más democráticos de co-producción de la seguridad de la mano de las comunidades. Entre las preguntas que tales ideas suscitan, ¿por qué invertir tanto en formas de policiamiento que no funcionan como bien público y hasta amenazan a ciertos grupos sociales? ¿Gastar más bien en educación, salud, empleo y vivienda para reducir las injusticias y desigualdades estructurales en la raíz de muchos comportamientos considerados criminales, no sería una mejor estrategia?

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