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Relatos de la guerra

Ana María Cano Posada
17 de noviembre de 2011 - 11:00 p. m.

En noviembre, dos temas fueron obligados para los columnistas: la muerte de Alfonso Cano y las protestas de los estudiantes.

La paradoja de ver decrecer el porcentaje del PIB destinado a la educación, mientras crece el de la guerra. Y cuánto aleja la perspectiva de reconciliación el Estado, apuntalado en las armas.

Han recordado tropiezos y frustraciones de los intentos de diálogo que se han hecho. Cómo cada uno tuvo enemigos ocultos que supieron reversarlos mientras se fortalecía en el país una tercera fuerza armada, la de los paramilitares. La guerra es la continuación de la política por otros medios, y este designio de Clausewitz en Colombia ha llegado a ser “la guerra es el envés de la política”.

No tenemos relato fundacional basado en la palabra, por eso ahora la Comisión de la Memoria Histórica trata de armar los pedazos de este alrevesado relato de la guerra, estos vínculos hechos a partir del rito de las armas, las batallas y el abuso. Busca convocar la memoria de las víctimas, recoger lo que la impotencia de la política y el Estado ha dejado. La mitología de los victimarios y el correlato del miedo: guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares o guerreros “legales”, todos son uno para este efecto. La temporada de la memoria en la que estamos sirve para que esos relatos hechos por víctimas y verdugos sean interpretados por académicos e intenten volver institucional el uso de palabras para restar espacio a las armas.

Innegable la utilidad de esa Comisión de la Memoria Histórica y los informes de cada masacre y de cada comunidad que intenta reconstruirse: la Comuna 13 o Montes de María o Segovia. La memoria es una forma de justicia, como se ha dicho, pero no la reemplaza. Pero aquí silenciosamente ha ido sumándose algo de fondo: la confluencia de artistas colombianos que han asumido la guerra, sus secuelas y vestigios, como una constancia de lo que padecemos. Sus obras crean un estremecimiento opuesto al hábito de la violencia que hacen los noticieros de televisión con su sinfín de tragedias irrelevantes.

Clemencia Echeverri crea dos representaciones, y sobre esas obras señala María Victoria Uribe que son una puesta en escena de este estado de ansiedad de modo metafórico, acudiendo a la sugestión y a la evocación, que logran hacer una inmersión del espectador en la guerra a la que alude. Treno es una canción fúnebre: el flujo del agua en su caudal y una camisa que sobreagua. Y Versión libre sobre la confusión del relato de los verdugos sobre sus acciones y la visión del encapuchado como amo de la sospecha. Beatriz González pinta a María Izquierdo, una de las primeras líderes desplazadas asesinadas y los columbarios del Cementerio Central con los cargueros de muertos, y ahora a los inundados. Un recuento del dolor nacional hecho ícono. Juan Manuel Echavarría recorre cementerios en los que se adoptan a los NN, Bocas de ceniza en donde siete cantores del Chocó cantan a capela sus penas y ahora hace las vocales desplazadas en la constancia fotográfica de las escuelas donde los verdugos tomaron posesión: “en el destejido social que es la guerra, busco el agujero donde se asoma la humanidad”, dice. Libia Posada encuentra en la pantorrilla de los hombres y mujeres desplazados un detallado mapa de sus estampidas. Y Doris Salcedo deja un mudo, resonante y escabroso anuncio en la grieta que abarca el desastre. Estos artistas oyen y ven los ecos de la guerra a los que los demás nos obstinamos en desatender.

 

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