Religión y Estado

Marcos Peckel
20 de mayo de 2020 - 11:19 p. m.

Hace poco menos de 400 años surgía en Europa el Estado nación como respuesta a sangrientos conflictos religiosos que por décadas azotaron al continente; pero, vueltas que da la historia, hace décadas resurgen las religiones como actores políticos en respuesta a las falencias de los Estados. Eso sin contar con que gran parte del planeta no proviene de esa civilización que en algún momento decidió separar religión y Estado y, por el contrario, mantienen un modelo político autóctono donde esos siameses no son divisibles.

La religión —nacida siglos antes que los Estados—, que ha demostrado una capacidad de supervivencia, adaptación y resiliencia, y ha moldeado la cultura y la idiosincrasia incluso de aquellos que la vilipendian, juega un rol esencial en la sociedad moderna del siglo XXI. En la mayoría de los casos para bien, en algunos pocos para mal.

Las instituciones religiosas, las iglesias, sinagogas, mezquitas y templos en las grandes urbes del planeta, suplen las carencias del Estado; ayudan a los más necesitados, dan confort espiritual y psicosocial; visibilizan a aquellos que carecen de representación, generan espacios de interacción social y median en conflictos armados.

Obviamente, no se puede ignorar el nefasto rol que la misma religión ha jugado y juega en diferentes entornos, como germen de discriminación, terrorismo, marginación y muerte, ni a los Estados confesionales que discriminan a quienes profesan otras creencias. Esas expresiones extremas deben ser combatidas por la sociedad.

Por lo anterior, sorprende la cantidad de tinta que se ha gastado estos días en defender un “laicismo” trasnochado y mal entendido. Un presidente invocando a Dios, tal como lo hace nuestra carta magna en su preámbulo, o un funcionario llamando a un “día de oración” no le hace ningún daño a nadie, menos aun viola inciso alguno de la Constitución nacional. Si celebramos cuando un mandatario “sale del clóset” respecto a su identidad sexual y la expresa abiertamente, ¿por qué no se ve con los mismos ojos que declare, practique y comparta sus creencias religiosas?

La religión y sus instituciones como actores sociales tienen el mismo derecho de participar en política y en el debate nacional que cualquier otro colectivo social, gremios, organizaciones de derechos humanos y demás. En Bruselas, la “capital” de Europa, cuna del laicismo a ultranza, opera medio centenar de organizaciones religiosas promoviendo su agenda, que, valga la aclaración, no es la misma para todas.

El siglo XX comenzó como el siglo secular con la ley de la laïcité en Francia, revoluciones bolchevique y mexicana y el kemalismo en Turquía, pero llegó a su fin con la revolución islámica, el sindicato Solidaridad y la revolución sandinista, en las que la Iglesia católica jugó un rol central.

El Estado debe convivir con las religiones y sus instituciones y viceversa, no separadas por un muro, como predican algunos con tanto ahínco, sino como protagonistas de primer orden de la sociedad del siglo XXI.

 

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